Quién
se cree especial necesita un espejito mágico que cada maňana le diga que es la
más bella de la casa, de la manzana, de la ciudad o del mundo entero. Romper
los espejos es la habilidad que tienen aquellos que no saben lo especiales que
son. (Creerse especial y sus consecuencias.) "Un penique por lo que piensas"
En ocasiones me jode que las quemaduras que
me dejan en el corazón no se perciban como las que deja el sol en la piel. Y no
es que me guste enseñar mis heridas cuál mono de feria encerrado en su jaula,
pero hay dolor invisible y mudo, y el mundo a veces está demasiado sordo.
"Es inútil perseguir al mundo. Nadie lo alcanzará"
Yo
tenía un destino y me habían asignado una libertad.
Es una ironía divertida, pero
tengo la voz rota y me cuesta hablar con soltura. Ya me imagináis.
Llevo ya unos años escondiéndome
bajo un tinte pelirrojo tulipán y unos ojos que ya no me piden maquillaje.
Me he acostumbrado a mis
propios suspiros y a quedarme sin aire y tener que saltar inconsciente para que
un golpe vuelva a hacerme funcionar.
También al tabaco y al café, y
como hacen el amor tan suciamente en mi boca hasta privarme de besar.
He perdido a mi musa, a la que nunca conocí. Ahora sólo
sé que está más lejos que nunca y sólo me queda de ella unas sencillas historias
de adolescente que nadie lee.
¿Por qué huiría mi musa, si la
adoraba como a ninguna? Y ahora un papel
en blanco me vence cada uno de todos los duelos a los que nos enfrentamos.
No sé escribir. Se me ha
perdido con mi musa, allá dónde esté inspirando ahora.
Yo tenía un destino que decidí
descartar. ¿No?
Mmm… esta voz rota es muy
sensual en una noche de calor junto a la ventana.
Aún me duelen las ingles del tipo de mediodía, y tengo la marca de la boca del de anoche.
De uno aprendí que la vida no
es un cuarto de basuras mugriento dónde rebuscar tu comida para sobrevivir, y
de otro que no hay que disimular tanto una alegría que no existe.
Me quedo con esos polvos que
son sólo “polvo en el viento” y sus enseñanzas que son huellas en mi destino,
aún caminando.
He olvidado que el cigarro
seguía encendido y está precioso vestido de delicadas cenizas que no durarán ni
dos segundos antes de que una ráfaga de viento las haga desaparecer.
Soñadora, me dice mi
subconsciente, eres una soñadora.
Tengo muchos sueños que
cumplir y todos llevan tiempo, camino despacio porque de momento no tengo
prisa. Me entretengo con obstáculos como la pereza, la falta de disponibilidad, el dinero
(por muy materialista que suene, sin dinero no vas a ninguna parte),la carrera y volver a enamorarme de alguien del
que ya me enamoré.
Un corazón que late tan rápido
y está cosido malamente después de resquebrajarse hace de su cuerpo una cárcel y
de su alma una suicida.
Pero prefiero andar con un
corazón desgarrado que con la ausencia de mi alma.
Al menos mi alma me escucha y
podemos charlar de vez en cuando, aún teniendo el pecho vacío, seguiría siendo
humana.
Imaginaba lluvia. Decían que llover era
algo triste. Pero aún me parece más triste la hierba pajiza en los campos y las
rocas ardiendo bajo los pies. Nos habíamos quedado sin lluvia y sin las tazas
calientes de café. El verano hace los cigarros aún más repulsivos y mirar por
la ventana hasta pierde su encanto. La piel se me secaba y ni siquiera me
maquillaba. Apenas me peinaba y no me importaba salir como un león una de las
pocas tardes de compañía. ¿A quién intentaría impresionar peinada? Los hombres
me dicen que estoy mucho más guapa con el pelo revuelto, pero claro, eso me lo
dicen después de follar.
Sigo imaginando que llueve y que Ella está
sentada en frente de mí, en la mesa de la esquina de la cafetería más cutre de
la avenida. Me sonríe mientras yo miro ensimismada a la gente acalorada por la
calle, con su piel brillante y sudorosa y sus gafas de sol, buscando
desesperadamente unos centímetros de sombra dónde esconderse de una estrella de
la que nunca nos hemos quedado sorprendidos.
Es curioso que los sujetos de ciudad
siempre nos escandalicemos de que allí nunca podamos ver las estrellas, y que
la que más brilla no la reconozcamos como tal. Acostumbrarse es llenarse de
vacío y creer que existes, es morir.
Le doy vueltas al hielo medio deshecho
en el café mientras en toda la cafetería suena ‘Stand by me’ de Oasis.
-¿Y esas ojeras? –me dice de repente.
-La vida no me deja dormir.
Y cuando levanto la vista, se desvanece.
Justo en ese momento, una camarera se lleva las tazas de la mesa de al lado y
me mira de reojo hasta que se va a toda prisa a la cocina.
-Cuando era pequeña creía que este mundo
sería fácil –continúo explicándole aunque no haya dejado ni un pelo suyo en la
mesa ni el calor de su cuerpo en el asiento –Que no me costaría cumplir con lo
que me proponía. La vida me ha engañado, y ahora no me deja dormir.
La canción sigue sonando de fondo entre
voces inteligibles y sonidos de platos y cubiertos chocando.
-¿Dónde estás? –me esfuerzo por mirarla
a los ojos, pero solo veo una silla y un cuadro bastante feo de un bodegón a
óleo –No soy la misma desde que te fuiste. Ni siquiera sé escribir, se me ha
olvidado crear historias y tengo miedo hasta de mí. ¿Dónde estás ahora?
Morir es demasiado fácil. Me pongo a
cantar por lo bajo en un tono lento una canción que ni siquiera sabía que
recordaba, con una voz quebrada y poco entonada, observando el cubito de hielo
reduciéndose a la vez que deformándose, aguando el resto del café en aquella
taza que no tenía nada de especial. El
cabello demasiado encrespado me tapa casi toda la cara. Me sujeto la cabeza con
ambas manos mientras derramo una lágrima muda que golpea el milimétrico cubito
de hielo y resbala hasta perderse en esa crema amarga que he dejado abandonada
en la mesa. Morir es demasiado fácil,
pero se me están acabando los intentos, y en mi mente rebota su pregunta: “¿Y
esas ojeras?”, “¿Y esas ojeras?”…
Creo que perdí el alma hace un año. Se
me cayó en una taza de café, en algún bar cutre de la ciudad. Tendré que ir a
buscarla. El problema es que hace un año aborrecía el café.
Decían que batirse en duelo era cosa de hombres. Yo nací con una espada y
el pecho abierto, y mi rival no tenía espada pero tenía acorazada la sangre del
cuerpo.
Hablo al desafortunado hombre que acaba de perder el tren en el
andén de enfrente sus catorce minutos de espera mientras a una aproximación de
cincuenta personas nos impacienta un minuto por una desenfrenada lucha por
apoderarse del primer lugar frente a las puertas. (Stop) A veces pienso en
prosa poética. A veces no necesito pensar tanto como pienso. A veces necesito pensar antes de dar
el paso. A veces... a veces notas una mano rondando tu culo entre la multitud.
A veces te reservas dividir sus huevos en cuatro. -Oiga señora, no sujete tanto
a su hijo que no le va a dar un infarto cerebral por tanta presión mental
contenida en el vagón. Vagón. (Stop) Suena Scars- Elegion. La palabra vagón es
preciosa. Metafórica o literal, si hablas de un vagón siempre será un símbolo
del tipo de vida que has decidido llevar en tu camino a... (Stop). A veces digo
demasiadas tonterías y el chico de los ojos verdes y la chaqueta de cuero se va
a bajar con las ganas de saber si volverá a verme. Dejad de tener fe en la
casualidad. Quizá sea yo la que me guarde la intriga de conocerle. Nah... Hay
personas que no me interesan ni quiero que me interesen. (Stop) Es curioso que
todos odiemos aquellos trayectos por el centro en que no necesitamos agarrarnos
a nada porque todos nos sostenemos. Huimos de la estabilidad aunque somos
inestables. Odiamos el apoyo y la firmeza (y la variedad de olores exóticos que
emanan de los brazos en alto de señores que dicen haber tenido un día duro al
entrar en casa). Odiamos el metro. (Stop) En el anterior transbordo me ha
extrañado ver a una niña de unos ocho años entre tanto diecinueveañero borracho
dando gritos, aún por Carabanchel. Iba sola y estaba un poco rellenita. Tenía
unos rasgos latinos rasgados adorables y miraba a su alrededor admirando y
temiendo cada palabra de los adultos, esos seres que deciden complicarse y a
los que no les gusta jugar. Yo no sé qué dirían, en mis cascos sonaban AC/DC.
De vez en cuando la miraba de reojo, y nunca me han gustado mucho los niños,
pero seguía preguntándome que hacía esa criatura a la una de la mañana en el
metro en los inicios de noche de fiestas. Y sin darme cuenta, me pisó y yo la
miré. Se quedó asustada como si fuese algo terrible. Solo la sonreí sin decir
nada. Quería escuchar la canción que estaba a punto de terminar. Parece que mi
sonrisa le gustó, porque tardó poco en convertir su miedo en otra tierna
sonrisa y un dulce gesto de vergüenza que me hizo reírme por lo bajo en la
sordera de "You shook me all night long". Cuando me bajé del tren me
arrepentí de no haberme despedido infantilmente con la mano de ella. Solo
espero que, fuese a donde fuera, este metida en su cama. (Stop). Odio escribir
en el móvil y quiero llegar ya a casa. Aún tengo los pies congelados y solo he
dormido cinco horas en dos días. Y, aunque mi bello amor incondicional es mi
cama y el sueño su cupido, últimamente no duermo mucho. Demasiados pensamientos
estúpidos de nocturnidad. (Stop)Me resulta triste escribir para mí y publicarlo
para que ni tres personas lo lean (conocidos o desconocidos). Esas tres (por
decir un número bajo e impar que, siempre queda mejor) personas que hacen que
mi mundo no se quede vacío, como ahora el vagón. (Stop) "Próxima estación:
Pinar de Chamartín. Final de trayecto"
Llamaba suspiro a cada uno de sus amores. Un
día alguien le robó la respiración y desde entonces el aire dejó de ser aire y
los pulmones solo le servían para ahogarse en la pena. (Microrelato)
«-¿Qué significa eso? -Es la danza de la Muerte. -¿Esa es la Muerte? -Y bailando se lleva a todos. A todos. -¿Para qué pintas esas bobadas? -Me parece que conviene advertir al pueblo que tiene que
morir. -No vas a hacerles muy felices. -¿Y por qué demonios hay que tratar siempre de
alegrar a la gente? También conviene asustarla de vez en cuando. -Cerrarán los ojos y no verán tus pinturas. -Descuida que las miraran. Una calavera resulta
mucho más interesante que una doncella desnuda. -Si tú les metes miedo... -Reflexionan. -¿Y si reflexionan...? -Les entra mucho más miedo. -Y se arrojan en los brazos de los curas. -Eso no es cuenta mía. -Tú te limitas a pintar tu danza. -Este es mi mural y que cada uno saque su
consecuencia. -Puede suponerte que muchos te reprocharán. -Y es natural. Siempre será desagradable el
recuerdo de la muerte como dulce es la vida.»
Tenía unos labios de hielo y un corazón en
boxes. Era una criatura tóxica. Se fumaba los sentimientos y de su boca el humo
era más mortal que el monoxido de carbono, todos podíamos verlo, olerlo y
sentirlo. Todos sabíamos lo que significaba y aún así no huíamos. Esa mujer
tenía escrito en su pecho izquierdo la palabra "veneno". Y todos nos
esforzábamos por borrárselo con nuestra saliva, frotarlo con nuestras lenguas e
incluso con nuestras más humildes y sinceras verdades cargadas de inocencia. Ella
nos escupía el humo en la cara para matarnos con más rapidez. Sus besos eran
cloroformo y sentía que mi alma abandonaba mi cuerpo cada vez que notaba su
aliento. Era el ser mas tóxico con el que me crucé en mi corta vida. Dejaba un
bosque de pollas duras cuando pasaba. Dejaba desbordantes pantanos en las
bragas cuando volvía. No tenía distinciones ni prejuicios. Era una diosa. No se
dejaba a ninguno. Todos la conocíamos, todos la odiábamos. Nos engañaba a cada
uno con nuestra mentira más deseada. Era la perfecta idealización de nuestra
realidad. Y por eso los entes creativos sufren infinitamente más que los demás.
Por esa puta con tantos nombres, por esa puta Fantasía.
Otra página. El largo viaje que debo recorrer me ha hecho terminarme
otro capítulo del libro. Lo único que no me gusta de leer en el metro es
perderme las historias dibujadas en los rostros de la gente. El otro día, al salir de clase, regresaba a
casa apoyada en la barandilla, luchando porque mis ojos no se cerrasen. Entró
un hombre en una estación, ni siquiera recuerdo cuál era. Algunas veces me
encantaría ser invisible para observar a todas esas personas tan curiosas sin discreción,
pero el hecho de no poder serlo lo hace más interesante y divertido. Lo que más
me llamó la atención fue su cochambrosa gorra vieja ocultando una cabeza rapada
y el piercing de la nariz, a juego
con otro en la ceja junto a un segundo aro en la misma. Llevaba unos vaqueros pesqueros y unas
zapatillas que conjuntaban mugrientamente con su gorra. Los calcetines negros le
subían hasta no quiero saber dónde y llevaba un cómic en la mano. Se sentó en
frente de mí y echó un par de miradas a ambos lados del tren con un gesto como
si masticara un chicle, pero luego descubrí que era una especie de tic que repetía cada vez que pasaba una
página. Su larga perilla de raíces blancas y sus arrugas y andares encorvados
me desvelaron a un hombre al que le perseguían los sesenta años. No pude evitar
no fijarme poco a poco en cada uno de sus detalles, desde la forma de pasar las
páginas hasta la sospechosa mancha de su chaqueta de cuero marrón. “Lo haré
personaje de alguna de mis historias” pensé “este hombrecillo no me lo roba el
olvido”. Me transmitía fuerza y vida. Me hubiese encantado escuchar su voz y
alguna conversación interesante ajena a mí, ser una mosca y perseguirle en su
vida durante un día. Pero no tardó ni cinco minutos en ponerse en pie, cerrar
el cómic y sacudirse la chaqueta que se le había quedado arrugada por las
axilas. Volvió a mirar de un lado a otro y salió por la puerta como un duende
con la cabeza hundida en unos hombros que caminaban más que sus piernas. Sonreí
sin darme cuenta.
Detuve mi lectura cuando por encima de
la primera línea de la cuarta hoja del tercer capítulo vi unos pies familiares.
Levanté la vista y me topé con sus ojos
retirándose de mí nerviosos. Pasó por delante de mí y se apoyó en la pared de
enfrente, donde lo hace siempre. Todas las mañanas el mismo recorrido, a la
misma hora, al mismo lugar. Es lo único
que tenemos en común. Sé su nombre y es más cercano a mí de lo que antes creía,
pero sólo me conozco su ropa diaria y sus gestos en soledad de ida y regreso al
instituto. He mentido, lo que compartimos más íntimamente son las miradas. Me
siento observada cuando finjo abandonar el mundo real o cuando me hago la distraída
mirando mi zapatilla izquierda, y justo cuando me dispongo a mirarle me estampo
contra sus ojos. Si la química que todos creamos en un viaje de metro fuera una
bomba nuclear, la Tierra ya habría desaparecido. Sí, ese tío me llama la
atención y adoro compartir los viajes en metro con él, pero nunca sería capaz
de acercarme más. Es lo bonito de estos trayectos, que no hay palabras.
Alguna vez en mi vida madrugaré para
tirarme el día viajando el metro, no quiero ni imaginarme todo lo que puedo
encontrarme. Además sería una gran distracción para no odiar al mundo. Cada vez
pienso más que mi problema está en conocer a la gente. Soy feliz con alguien
hasta que le conozco. Por eso me gusta fijarme en cada individuo del vagón y
asignarle una historia que combine con la canción que se reproduce por mis
cascos.
Y cómo toda historias, siempre hay un
lado triste. Y es que no volvemos a encontrarnos con ninguna de esas personas
que nos llaman la atención. En algún momento desaparecen. Por eso yo me dedico
a guardarles en historias. Puede que ellos, sin darse cuenta, te den algún tipo
de lección que tú mismo has creado. Piénsalo.
Abril y su entrada triunfal. Y yo sin bragas por la calle, notando la fría lluvia en mi entrepierna armonizada con otro tipo de humedad más cálida. Ni siquiera dio tiempo a intercambiar nuestro típico saludo cortés cuando te dejé mi tanga de encaje en la mano. Tampoco faltaron ganas de empotrarme contra la pared y rebuscar verdades bajo mi falda, verdades que me repito después de sentirte sobre mí, inmovilizada mientras entras y sales hasta el fondo y mi boca se vuelve desierto entre gemidos. Verdades que me dejan durante tres días medio ortopédica, y durante horas con tu sabor en mi boca. Verdades que llevo arrastrando muchos meses y que no son más que tres clavos que se repiten en la yaga cuando comienza a cicatrizar. Tres. Y cada noche que huyo a mi cama para dar el merecido descanso a mi cuerpo pienso en cuanto tiempo llevo sin escuchar una sola palabra sincera desde el corazón, sin ningún tipo de intención sexual. O por qué cuando por fin brota una boca capaz de hacerlo el viento se lleva consigo esas pocas palabras. Son verdades como tres clavos, como tres bocas y una sola que deseo y no para complacer mi celo, si no para curar las heridas que me dejé en mi cruz.
Erin siempreha tenido una voz tierna pero a la vez seca y rota. Desde que vino aquí, su
melodía al hablar nos resultaba tan amarga como dulce. Tan tierna como su
sonrisa y tan rota como sus ojos.
-Ali –escucho mi nombre quebrantado y,
extrañamente, largo. Erin me tira de la camisa para llamar mi atención. Sus
labios carnosos y oscuros forman una gruesa línea recta que junto a sus ojos
apagados no pueden guardar nada bueno.
-Dime, cielo.
-¿Tú eres blanca?
Ni siquiera puedo describir como
reaccioné. Me quedé muda. Tampoco me pareció una pregunta que escapase de la
lógica viniendo de una niña como ella, pero era una cuestión tan fría y
fulminante…
-Sí, amor.
-¿Por qué yo no?
Me fijé en que una de sus dos coletitas
rizadas estaba deshecha y desaté el lazo azul celeste para rehacer su peinado.
-Porque tu mamá tampoco lo es. Ni tu papá.
-Pero, ¿por qué no todos somos blancos?
Terminé y me agaché a la altura de su
mirada para tomarla de los hombros. Recorrí con mis ojos desde su cabello hasta
la punta de sus dedos, sus pies descalzos sobre las baldosas, sus piernas
cubiertas hasta las rodillas por un sencillo vestido azul pastel, veraniego y
fresco, con lazos celestes.
-Porque en el mundo hay distintas razas
desde hace mucho, mucho, mucho tiempo.
-¿Dios nos creó así?
Suspiré.
-Sí.
-Él debería haber sabido que si hubiésemos
sido todos blancos todo habría salido mejor.
Se dio la vuelta y caminó con rapidez
hacia la puerta, alcanzó el picaporte, todo ello con una tranquilidad y
lentitud que no sabía si era señal de que debía preocuparme. ¿Qué tenía esa
niña de nueve años en la cabeza? Me quedé arrodillada sobre mis piernas,
mirando la puerta, esperando que volviese a abrirse y que alguien me sacara de
mis horribles pensamientos. ¿Qué podrían haberle contado a Erin que le hiciese
creer que lo correcto es ser todos iguales? ¿Ser todos blancos? ¿Y quién le
habría podido meter esa idea en la cabeza? Me miré las manos automáticamente,
viendo en ellas reflejado su pensamiento. Si pudiera ver y entender que no es
tan complicado como ella cree…
Comencé a trabajar en este centro de ayuda
a los diecisiete años. Anteriormente, cada vez que volvía a casa en el metro,
después del instituto, solía encontrarme con un hombre cuarentón y grande que
se subía siempre a la misma hora y en el mismo vagón de la misma estación.
Resultaba curioso como cada día era una persona distinta la que le ayudaba a
entrar, agarrándole de su brazo y guiándole hacia un asiento libre. Lunes, una
pequeña mujer de cabello encrespado caminaba susurrándole con una sonrisa
contagiosa, sin soltarle de la mano. El hombre, con sus gafas de sol, daba
delicados toquecitos a su alrededor, procurando no tropezar ni molestar a
nadie. Martes, un joven adolescente, somnoliento y bostezando le avisa del
hueco entre el vagón y el andén. Miércoles, una mujer rubia y alta agarra con
una mano a su hija y con la otra al hombre. Me extrañaba que no guardase una
sonrisa para cada una de esas personas, agradeciendo su amabilidad. Nunca le vi
sonreír. Un viernes, otro señor algo mayor, le apretaba fuerte de la muñeca, el
hombre ciego me dio unos toquecitos en las rodillas hasta darse cuenta de que
mi asiento estaba ocupado. Dudé, atontada observando el bastón golpeándome las
piernas, pero, por un impulso que me dejó la voz quebrada, me levanté y le
ayudé a sentarse.
-Gracias –dijo, con la vista al frente y
la mirada oculta. Pero sonrió. Tardé en reaccionar, pues su primera sonrisa,
desconocida durante meses, me cautivó. Le apreté suavemente la mano un segundo
y llegó mi parada. El tren se detuvo y las puertas se abrieron.
-De nada –y salí del vagón, satisfecha
conmigo misma, y orgullosa de haber sido la única en recibir tan bella sonrisa
en tanto tiempo.
Supongo que fue eso lo que me hizo
acercarme al centro de ayuda con discapacidad visual. Me llamó ese alivio, esa
alegría al recibir las gracias de alguien que sabe más que la mayoría de
nosotros lo que es valorar una ayuda. Nadie como ellos valora tanto los mínimos
detalles. Las injusticias tienen algo bueno, y es que la mayoría de las veces,
las personas que las sufren saben lo que realmente importa, lo que es
necesario. A mí, sin embargo, saben hacerme conformar con una sonrisa.
Cinco años después, aquel lugar era mi
segundo hogar, parte de mi familia. Recuerdo cómo me costó adaptarme, más
incluso que algunas de las personas que acudían en busca de ayuda. Nunca
olvidaré ciertas palabras de ellos, su forma de pensar. En ocasiones, te
hablaban y te contaban cómo se sentían. El deseo de poder ver el color de mis
ojos, la expresión de mi boca al hablar o la luz de la lámpara de al lado.
Pequeños detalles que para nosotros son inapreciables, pero para ellos un mundo
imposible de conocer.
-Las nubes son
blancas, ¿no? –Erin dejó de acariciar una tabla de braille, apoyándola sobre la
mesa. Los demás niños ya habían decidido recoger y charlar un poco con sus
respectivos profesores antes de que sus familiares les fueran a buscar.
-Sí -Llovía. De vez en cuando, algún
relámpago iluminaba el cielo seguido de un estruendo que hacía vibrar los
ventanales –Ahora están grises porque hay tormenta. Casi negras.
-¿Es malo?
-¿Cómo que si es malo?
-Si las nubes estuvieran blancas no
llovería ni habría tormenta. No sonarían esos ruidos tan fuertes.
-¿Qué quieres decir?
-Que son mejores las nubes blancas.
Erin tenía la idea de que el color blanco
era mejor que el negro. Y no solo respecto a las personas, también a todo lo
demás. Cada vez que preguntaba si una cosa era negra o blanca, si era la
primera, reaccionaba negativamente y lo evitaba, como si fuese peligroso. La
tomé de las manos y se las noté heladas.
-Es bonito ver llover. Si siempre hubiese
nubes blancas sería aburrido. Además, si no lloviese, no tendríamos agua y
necesitamos agua para vivir –hice una pausa para observarla, reflexionando –Por
lo tanto, es mejor cuando las nubes son grises, casi negras.
Acaricié su precioso rostro oscuro y le
retiré el cabello de la cara. Erin se quedó callada un largo rato. La sala se
había quedado vacía y en las perchas solo quedaba su abrigo rosado. Escampó un
poco, pero el sol no se atrevía a salir.
-El otro día, mamá me llevó al banco.
Hablaba con un señor hasta ponerse agresiva. Ella me sentó en una especie de
silla muy dura y me pidió que esperase y que por nada del mundo me moviese de
allí. Era un lugar grande, las voces de las personas rebotaban en eco por todos
lados, había gente que tosía y se aclaraba la garganta, sonidos de tacones y el
pasar de las hojas del periódico. Me asusté. Mamá me dejó allí y poco a poco
sentí como la estancia se acaloraba y la gente me rozaba los hombros. La voz de
un hombre resonó en mi cabeza. Exigía con malas maneras a alguien que se
levantase. Esa otra persona no dijo nada, pero escuché una especie de gemidos
graves. El primer hombre le llamó cosas feas, muy feas, que no me atrevería a
repetir. Me asusté cuando le dijo…
No se había detenido en ningún momento
hasta ese.
-¿Qué le dijo, Erin?
-Le dijo “negro de mierda”.
Supongo que escuchar esas palabras de unos
labios tan inocentes como los suyos provocaría en cualquiera lo mismo que
provocó en mí. Siempre he sido una mujer tranquila, que sabe cuando enfadarse
y, cuando lo hago, no muestro agresividad, pero esa vez, lo único que quería
era encontrar al hombre que dijo esas palabras delante de ella y…
-Por eso… Siempre somos nosotros.
-¿Vosotros?
-Los negros. Nunca he entendido la
diferencia. Sólo sé que no somos tan buenos como vosotros, y nunca podremos
serlo. Cuando te toco, intento encontrar algo que te diferencie de mí, pero no
doy con nada que me delate como algo peor. No soy capaz de comprenderlo, pero
lo sé y lo acepto. Ese hombre no es el único que piensa que somos inferiores.
Sé que nos han odiado, maltratado, utilizado, marginado… Sólo porque somos del
mismo color de las nubes, aquellas que nos dan agua para vivir. Pero aún así es
malo. Quizás seáis más bonitos que nosotros y no haya más. Pero como no puedo
verlo, no consigo entender.
-Erin –la abracé –Hay gente muy mala,
tanto blancos como negros. Hay malas personas y buenas personas. Todo está aquí
–le di un toquecito en su sien y después en su pecho –y aquí. Tú eres una
bellísima personita, inteligente y de buen corazón. Y lo único que odio es que
no puedas mirarte al espejo para darte cuenta que eres tan bonita o incluso más
que los demás niños. Erin, tú eres una nube oscura que a mí me da agua para
vivir. A mí, a tu mamá, a tu papá, a tus amigos… Alégrate por no ver las
diferencias de nuestras pieles, que a muchos suponen un problema. Míranos por
lo que somos, por nuestras voces y nuestro cariño.
-Entonces, ¿puedo ser tan buena como tú?
Reí al verla sonreír, resaltando sus
dientes blancos.
-Incluso mejor que yo.
Hoy en día, sigo viéndome con Erin, ya una
muchacha que se dedica a dar charlas motivadoras, y quién me iba a decir a mí,
al teatro. Vive olvidando aquellas horribles ideas, creando su propia sociedad
libre en la que convive junto a los demás como ella en armonía y con iguales
posibilidades. Eso me dijo ella a los quince años, tras leer a Nelson Mandela.
Cada vez que la veo, con esa radiante sonrisa, me enorgullezco de haber pasado
junto a ella su infancia. Sé que sería distinta si no hubiese estado con ella.
Y yo no habría logrado mi total plenitud. Cuando era pequeña, escuché una frase
de Martín Luter King que decía “Si ayudo a una sola persona a tener esperanza,
sabré que no habré vivido en vano”. Cada vez que la recuerdo es Erin quién
acude a mis pensamientos. Ella tuvo esperanza en un mundo al que temía, un
mundo lleno de oscuridad, en el que no veía luz. Pero de esa manera, ha sabido
encontrarse a sí misma. Ella es ciega, ella tiene otros rasgos, otro color de
piel, pero nada de ello ha sido un obstáculo para dar con su felicidad.
Este es uno de mis relatos que quedan abandonados entre páginas y desechado por concursos.
-Muchos. Bueno, realmente no me he detenido a
observarlos, pero…
-Pues obsérvalos.
-Tengo cosas más importantes que hacer.
-Vaya respuesta.
-…
-¿Y amaneceres?
-No lo sé. Menos… No me gusta madrugar, ya lo sabes, y
si lo hago es porque tengo prisa y la verdad, no voy a sentarme en el balcón a
ver amanecer.
-Pues te voy a proponer que te sientes a mi lado y en
silencio observes como desaparece el sol.
-Pero…
-Shh… calla. Y mañana vas a despertarte pronto para
ver amanecer.
-¿Pero qué pasa? ¿Me pierdo algo al no ver cada
amanecer y cada atardecer?
-Te pierdes el principio… y también te pierdes el
final.
-¿Y qué?
-Sólo piensas en el transcurso del día, pendiente en lo
que tienes que hacer, pendiente de no perder el tiempo… pero, ¿qué es perder el
tiempo? Para ti es contemplar el alba, para mí es charlar con el director de
esa empresa que se ha interesado en ti. Para ti es admirar la puesta de sol,
para mi tirarse cinco horas en una oficina estresante, un despacho en el que lo
único que hay es papeles que no dicen nada… Y sin embargo, un rayo de sol puede
decir todo. Un rayo de sol por la mañana crece cual niño, se
extiende por el césped tiñéndolo de un verde vivaz y dorado, alumbra las calles
y las farolas se apagan, penetra por las ventanas y los párpados de miles de
personas se abren dando la bienvenida a un nuevo día…
-Oye…
-¡No! Porque cuando ha llegado la hora, que a veces es
antes, a veces más tarde, esos rayos se encogen, dejan de alumbrar,
desaparecen, retornan al sol, dejan la ciudad al amparo de las sombras y,
finalmente, el último rayo de luz muere, y el sol se lleva consigo todos
aquellos que durante el día nos han guiado, nos han dado vida, nos han
permitido sentarnos en el campo y mirar las formas de las nubes, nos han dejado
coger la bici y pasear por el parque, nos ha dado permiso de asomarnos a la ventana
y enseñarle nuestra sonrisa al mundo, pero… ¿sabes qué? Nada dura para siempre,
todo tiene un fin, como al igual tiene un origen y yo trato de disfrutar el día
de principio a final.
Aunque
tus ojos estén cerrados por años, seguirás viendo todo aquello que ya viste. Un
incendio de mariposas revoloteando al sol sobre altas hierbas verdes y húmedas,
reciente lluvia que cubrió las praderas horas antes para después arrastrar las
nubes a las montañas. No hay graznidos de cuervos, si no melodías de pequeños
petirrojos adornando mañanas junto al canto del agua correr por el riachuelo.
No hay más que cielo y horizonte, ninguno más eterno que el otro. Ni el cuervo
debe ser despreciado ni el petirrojo debe ser premiado con tanto
prestigio.
Soy un veneno.
Cuando despiertas soy el color rojo de mi pelo al contraste de las sábanas
blancas, esas sábanas que huelen a nosotros, una fragancia que solo nosotros
podemos conseguir. Cuando me miras soy ternura al despertar más caricias de tus
dedos. No hay respuestas más que un simple parpadeo lento, el aleteo de una
mariposa ralentizada, el canto de una ninfa aullando socorro en el bosque. No
hay orden, las filas de palabras que nos ahorramos por no traicionarnos, las
líneas que sobrepasamos cuando dejamos de ser nosotros, el sol que se atreve a
colarse al dormitorio a robarme el sueño, o las olas osadas que se dedican a
raptar las huellas de la orilla. Soy todo eso cuando me miras aún soñando. Soy
parte de tu sueño en este mundo onírico que sólo yo sé fabricar. Por eso te
quedas conmigo cada noche. Porque soy veneno onírico, veneno onírico para
todos. ¿Y sabéis qué? No hay cura.
“Yo hago el amor con el mundo, con las voces, con el piano, con un lápiz,
con las películas, con los teatros, con los directos de jazz, con el danzar de
una bailarina, con el papel grumoso de las acuarelas, con el agua y con el sol,
con la luna y la tormenta, con el violín
y la lluvia, con las historias viejas,
con las historias nuevas, con las sonrisas y los llantos, hago el amor con un
libro, con el chocolate caliente, con un cigarro, con una frase corta, con un
vestido de época, con los cuadros de Dalí, con el café después de comer, con el olor a cuero, con la Iglesia de Santa
Sofía, con incienso, con dos simples gestos, con un cruzar de piernas y un
parpadeo lento… ¿y con los hombres? Naah… yo a los hombres me los follo.”
Es triste. Tan triste como soplar y no saber
donde acabará aquel soplido. Como tirarse de un edificio convencido de que
puedes volar. Pero no. En estos tiempos los sueños están por debajo del dinero
y la tecnología.
Pasar el rato antes era sentarse sobre el
césped bajo un árbol, con un libro abierto en los muslos respirando el aire
puro de la montaña, escuchando los pajarillos madrugadores y ver a lo lejos los
ciervos que se cobijan en las sombras. Antes, pasar el rato era asistir a una
sala de jazz y ver a ese enorme y grandioso grupo que provocaba orgasmos a
través del tímpano. Antes pasar el rato era pasear en una balsa por el lago o
colarse en un velero mar adentro. Antes sabíamos disfrutar. Estoy empezando a
pensar, pesimista de mí, que si el 2012 hubiese acabado con nosotros habría
hecho un favor al universo.
Deja el móvil. Si recopilásemos los diez
minutos, que a ti te parecen dos, que esperas mirando cada contacto, esperando
una nueva conversación, esto unas cuatro veces al día, más otros 10 minutos
observando aplicaciones, media hora jugando a un juego
e innumerables horas chateando con ese chico al que viste el día
anterior se te ha ido un año entero dedicado a las nuevas tecnologías.
¿Y sabes lo más curioso? Que luego eres tú el
que te lamentas por perder el tiempo y no estabilizar tu vida, si te has pasado
semanas enganchado a un juego online.
Antes, a chicas de mi edad nos decían que
teníamos que buscarnos un marido con dinero y estabilidad. Luego los cuentos
nos engañaban con aquello de "el amor no tiene condiciones". No os
engañéis chicos, pero somos muchas las que buscamos un hombre que tenga claro
lo que quiere, y no por nuestro futuro, si no por el suyo.
Sinceramente, no quiero pasar mi vida con un
hombre que esté día tras día lamentándose de no haber cumplido lo que
se propuso. Quiero un marido orgulloso de su vida. No rico. ¿Qué importa estar en la ruina siempre y cuando sea tu sueño el
que te lleve siempre de la mano?
Es triste, tan triste como tirarse de un
edificio convencido de que puedes volar.
La
vida se mide en pasos. Y tú te has sentado frente al
ordenador, desperdiciando cinco años de tu juventud en redes
sociales, juegos y ocio inútil.
Si no tienes dinero para ir a un directo de
jazz, para montar en velero o viajar a los Andes, proponte conseguirlo, porque
sentado en tu silla no presionarás al cielo a que deje llover dinero. Por cada
paso que das, se abre una puerta, y otra, y otra, y eres tú el que decide pasar
de largo o atreverse. Cada puerta es un futuro. La silla es otro. Pero cuando
quieras levantarte las puertas se habrán cerrado.
Es triste como observar un barco en un cuadro
queriendo navegar, o como admirar el mismo cuadro queriendo aprender a dibujar
sin atreverse.
Es triste salir a la calle y tener presente
que ni la mitad de los jóvenes sin un futuro fijo están sentados en su
silla.
Aunque por mí, quedaos sentados, más puertas para
mí.