jueves, 13 de septiembre de 2012

'Escucha'



Ni siquiera cogí el abrigo. Ahogué los gritos de un portazo seco que selló el silencio a mi alrededor, pero en mi cabeza el dolor me ensordecía. Pulsé el botón del ascensor y esperé unos largos segundos que se hicieron eternos. No subía, e impaciente, di una patada contra la puerta de metal y eché a trote hacia las escaleras. Tan solo eran seis pisos. Al llegar al vestíbulo, la luz estaba apagada y empecé a notar el frío en mis brazos. Me dirigí a apretar el botón de la luz en la pared pero justo antes de rozarlo, ya la estancia se iluminó por sí sola. El anciano del 2º B, que llevaba unos pocos meses viviendo en el edificio, bajaba por el ascensor. Sonreía con tristeza, mostrando sus ya escasos dientes y saludó alegremente. ¿Adónde iría ese hombre a tan altas horas de la madrugada?
Le dejé salir y me quedé en el portal, observando sus cortos y lentos pasos apoyados en un bastón, miraba al suelo, pero en cuanto podía, alzaba la vista y buscaba a su alrededor a saber qué.
Caminé en dirección contraria, pensando en todo lo que había pasado. El móvil sonó, era ella. Tres llamadas perdidas suyas en un minuto. ¿Por qué? ¿Por qué me llama ella y no tú, papá? A la quinta se lo cogí, pero no fui capaz de decir nada.
Silencio. Seguidamente, empezó a llamarme por mi nombre, una y otra vez hasta que su voz sonó preocupada.
-Hola, mamá.
-Hijo, vuelve a casa ahora mismo. ¿Dónde estás? ¡Son las tres de la mañana!
Suspiré y dejé que el viento se llevase el significado de aquel suspiro.
-¡Déjale, a ver si así aprende de una puta vez! –soltó en un grito mi padre de fondo –Seguro que viviendo en la calle sería menos crío y aprendería a no meterse en donde no le llaman.
-Adiós, mamá.
Volvió a llamarme, pero mi nombre quedo interrumpido para siempre, entre el amor,  el odio, y la desconexión del teléfono.
Me senté en un banco y agaché la cabeza. Aferré con fuerza el móvil entre mis manos y poco a poco apoyé la frente en ellas, observando en la oscuridad alumbrada por una farola anaranjada los pequeños granos de tierra. No se veía un alma, y no se oía más que los grillos y algún coche a lo lejos en la autopista. Y sin creerlo, estaba llorando, ahogando los sollozos en mis lágrimas, conteniendo las ganas de gritar en los músculos y apretando el móvil con ganas de hacerlo estallar. Y sin pensármelo dos veces, lo lancé contra el bordillo y varias piezas se dispersaron por el suelo. Maldita basura
-¡Ey, tú!
Levanté el rostro y me encontré con un tipo de mi edad o algo menor, unos dieciocho o diecinueve años. Llevaba una sudadera en el hombro, no parecía notar el frío que acechaba por las calles una noche de febrero, y se le notaba tranquilo. Mi furia había derretido el frío de mi cuerpo y quizás el de mi corazón.
-No me mires así –me contestó –casi me atraviesas a la velocidad con que lo has lanzado.
Le ignoré y me levanté para marcharme, pero aquel chaval volvió a dirigirse a mí.
-Eh -me volví y le miré, intentando identificar su rostro desconocido. No tenía ni idea de quién era, pero nunca había visto unos ojos tan sinceros y honestos como aquellos - ¿Estás bien?
-¿La verdad?
-Trato de evitar mentir, y procuro que nadie me mienta –y terminó la frase con una risita y una sonrisa torcida.
No le contesté en seguida. Cuando su rostro adaptó de nuevo seriedad, mantuve la mirada fija en él, y él no me la quitó. Era algo más bajito y más delgado, podría apartarle de un sencillo empujón y deshacerme de él.
-¿Y por qué debería contártelo a ti? No te conozco de nada.
-Por eso mismo, porque no me conoces de nada. No sé tu nombre, y la verdad, es que ni me interesa. No tengo ni idea del motivo por el que has estampado el aparato contra el suelo, y la verdad tampoco me pica mucho la curiosidad, si no me lo cuentas, dormiré tranquilo esta noche, pero hablar nos puede sentar bien a los dos, tanto a ti como a mí. Si quieres conocerme más puedo decirte que me llamo Carlos y que tengo poco que contarte
-¿Tienes poco que contarme?
-Sí, pero cuando la vida me haya enseñado espero volver a encontrarme contigo.
-Aprender, enseñar ¿Qué hay que aprender? ¿Quién nos debe enseñar?
-A mí, yo mismo. Pero aun no soy buen profesor.  Y a ti, tú mismo, pero no te prestas atención.
-¿Y tú qué cojones sabes de lo que yo haga?
-Alguien te ha llamado. Alguien te hablaba ¿quién era? ¿Un ser querido, verdad?
-Sí. Mi madre.
-¿Y qué te decía?
-Que volviese a casa –pausa me rendí ante las palabras de aquel chico desconocido - Y mi padre gritaba lo de siempre que ella no vale nada sin él, que yo no valgo nada, no he llegado a nada y nunca lo haré, por mi culpa, mi madre ya no le tiene respeto, que yo lo he empeorado todo
-¿Y tú has lanzado el móvil mientras tu madre te decía que volvieses?
-Escucho a mi padre cada día insultándome, culpándome gritándole a mi madre, golpes, chillidos No tengo ganas de escuchar.
-No dejaste que tu madre te dijera que te quería.
El silencio me delató, y en mis ojos identificó mi resignación tenía razón. Luego prosiguió.
-Cuando era pequeño, me iba todos los veranos con mi abuelo a la costa. Mi padre y mi abuelo dejaron de hablarse  hace muchos años, pero yo nunca dejé de quererles, por muchos problemas que tuviesen, hasta que una vez discutieron por mí. Tan sólo tenía nueve años y apenas entiendo el por qué, quizás no lo recuerde bien, pero mi padre dijo que no volvería a ver a mi abuelo y que no volvería a pisar la casa de la playa. Mi abuelo estaba solo y aquel pueblo era pequeño y apático.  Mi abuela murió tiempo atrás y ya sólo le quedaba yo Pasaron siete años hasta que volví a verle. Me lo encontré por casualidad aquí, en Madrid. Él no me reconoció, y al principió no me creyó pero poco a poco, me escuchó y me abrazó con fuerza, entonces fue cuando me dijo que quería ver a mi padre, que quería a su hijo y que lo sentía por todo, y que no quiere alejarse de nosotros Tiene ochenta y siete años hoy en día. Entonces, mi padre no le escuchó y no quiso reconciliarse. Mi abuelo volvió a desaparecer.
Hizo una pausa de unos segundos y se sentó en el banco. Conforme él iba hablando, mi rabia se disipaba y daba paso al gélido viento que me atormentaba y me anestesiaba las manos, la cara y los pies.
-Ayer mi padre tuvo un accidente. No veo a mi abuelo desde hace más de dos años, aunque hace unos meses se mudó aquí al lado. No acudió al funeral
No supe que decir Ese chico tendría que estar pasándolo fatal Un coche de policía pasó a todo gas por la calle de enfrente. Los dos le seguimos hasta que se perdió entre los edificios. La sirena seguía oyéndose cuando Carlos continuó.
-He quedado con él. Pero no ha venido.
-Vendrá –solté sin pensarlo.
-¿Cómo?
-Si tú me prometes que esperarás, yo te prometo que volveré a casa y nada más llegar le diré a mi madre que la quiero.
Se quedó atónito ante mi propuesta. Me acerqué y extendí la mano para dársela. Dos segundos después la estrechó con fuerza y me guiñó un ojo.
-Un placer –le sonreí.
-Lo mismo digo ¿me has dicho tu nombre?
-No–y me alejé. Sonreí y me despedí con la mano –Ten paciencia.
-La tendré.
Y nos alejamos, con la incertidumbre de saber si algún día volveremos a vernos, y con la esperanza de encontrarnos en otra ocasión, hechos dos maestros de la vida. Cuando volví a casa, me encontré al viejo del 2ºB en el portal, andando de un lado para otro, nervioso.
-¿Perdone? ¿Busca a alguien?
-¿Qué dices, joven?
-¿Qué si busca a alguien?
-Ah, sí, hijo sí o quizás no, sea mejor que no
-Diríjase al parque, creo que allí encontrará lo que busca.
Sus pequeños ojos azules se inundaron, pero contuvieron las lágrimas, no por orgullo quería que alguien las viera caer por sus mejillas de dolor, o quizás de felicidad. Una mezcla de emociones, de todo un poco.
Desde el portal observé como el viejo se dirigía al mismo sitio del que yo volvía. Carlos continuaba sentado en el banco con la mirada puesta en el cielo, plagado de luces inmóviles. El anciano subió las escaleras y Carlos le miró. Ambos se quedaron inmóviles, y después se acercaron. Metí la llave en el portal y empujé la puerta, pero antes de entrar, volví a mirar. Abuelo y nieto se abrazaban Carlos había perdido un padre, pero a cambio, se había ganado a su abuelo, que guardaba cariño desde hace muchos años para su nieto.

-Mamá -susurré. Dormía en el sofá, pegada al teléfono inalámbrico.  La desperté con suavidad, con delicadeza y al verme pareció aliviada. Me acarició el rostro sin decir nada y sonrió tiernamente. La abracé como nunca la había abrazado y ella me recibió con dos o tres lágrimas –Te quiero muchísimo.

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