Erin siempre ha tenido una voz tierna pero a la vez seca y rota. Desde que vino aquí, su melodía al hablar nos resultaba tan amarga como dulce. Tan tierna como su sonrisa y tan rota como sus ojos.
-Ali –escucho mi nombre quebrantado y,
extrañamente, largo. Erin me tira de la camisa para llamar mi atención. Sus
labios carnosos y oscuros forman una gruesa línea recta que junto a sus ojos
apagados no pueden guardar nada bueno.
-Dime, cielo.
-¿Tú eres blanca?
Ni siquiera puedo describir como
reaccioné. Me quedé muda. Tampoco me pareció una pregunta que escapase de la
lógica viniendo de una niña como ella, pero era una cuestión tan fría y
fulminante…
-Sí, amor.
-¿Por qué yo no?
Me fijé en que una de sus dos coletitas
rizadas estaba deshecha y desaté el lazo azul celeste para rehacer su peinado.
-Porque tu mamá tampoco lo es. Ni tu papá.
-Pero, ¿por qué no todos somos blancos?
Terminé y me agaché a la altura de su
mirada para tomarla de los hombros. Recorrí con mis ojos desde su cabello hasta
la punta de sus dedos, sus pies descalzos sobre las baldosas, sus piernas
cubiertas hasta las rodillas por un sencillo vestido azul pastel, veraniego y
fresco, con lazos celestes.
-Porque en el mundo hay distintas razas
desde hace mucho, mucho, mucho tiempo.
-¿Dios nos creó así?
Suspiré.
-Sí.
-Él debería haber sabido que si hubiésemos
sido todos blancos todo habría salido mejor.
Se dio la vuelta y caminó con rapidez
hacia la puerta, alcanzó el picaporte, todo ello con una tranquilidad y
lentitud que no sabía si era señal de que debía preocuparme. ¿Qué tenía esa
niña de nueve años en la cabeza? Me quedé arrodillada sobre mis piernas,
mirando la puerta, esperando que volviese a abrirse y que alguien me sacara de
mis horribles pensamientos. ¿Qué podrían haberle contado a Erin que le hiciese
creer que lo correcto es ser todos iguales? ¿Ser todos blancos? ¿Y quién le
habría podido meter esa idea en la cabeza? Me miré las manos automáticamente,
viendo en ellas reflejado su pensamiento. Si pudiera ver y entender que no es
tan complicado como ella cree…
Comencé a trabajar en este centro de ayuda
a los diecisiete años. Anteriormente, cada vez que volvía a casa en el metro,
después del instituto, solía encontrarme con un hombre cuarentón y grande que
se subía siempre a la misma hora y en el mismo vagón de la misma estación.
Resultaba curioso como cada día era una persona distinta la que le ayudaba a
entrar, agarrándole de su brazo y guiándole hacia un asiento libre. Lunes, una
pequeña mujer de cabello encrespado caminaba susurrándole con una sonrisa
contagiosa, sin soltarle de la mano. El hombre, con sus gafas de sol, daba
delicados toquecitos a su alrededor, procurando no tropezar ni molestar a
nadie. Martes, un joven adolescente, somnoliento y bostezando le avisa del
hueco entre el vagón y el andén. Miércoles, una mujer rubia y alta agarra con
una mano a su hija y con la otra al hombre. Me extrañaba que no guardase una
sonrisa para cada una de esas personas, agradeciendo su amabilidad. Nunca le vi
sonreír. Un viernes, otro señor algo mayor, le apretaba fuerte de la muñeca, el
hombre ciego me dio unos toquecitos en las rodillas hasta darse cuenta de que
mi asiento estaba ocupado. Dudé, atontada observando el bastón golpeándome las
piernas, pero, por un impulso que me dejó la voz quebrada, me levanté y le
ayudé a sentarse.
-Gracias –dijo, con la vista al frente y
la mirada oculta. Pero sonrió. Tardé en reaccionar, pues su primera sonrisa,
desconocida durante meses, me cautivó. Le apreté suavemente la mano un segundo
y llegó mi parada. El tren se detuvo y las puertas se abrieron.
-De nada –y salí del vagón, satisfecha
conmigo misma, y orgullosa de haber sido la única en recibir tan bella sonrisa
en tanto tiempo.
Supongo que fue eso lo que me hizo
acercarme al centro de ayuda con discapacidad visual. Me llamó ese alivio, esa
alegría al recibir las gracias de alguien que sabe más que la mayoría de
nosotros lo que es valorar una ayuda. Nadie como ellos valora tanto los mínimos
detalles. Las injusticias tienen algo bueno, y es que la mayoría de las veces,
las personas que las sufren saben lo que realmente importa, lo que es
necesario. A mí, sin embargo, saben hacerme conformar con una sonrisa.
Cinco años después, aquel lugar era mi
segundo hogar, parte de mi familia. Recuerdo cómo me costó adaptarme, más
incluso que algunas de las personas que acudían en busca de ayuda. Nunca
olvidaré ciertas palabras de ellos, su forma de pensar. En ocasiones, te
hablaban y te contaban cómo se sentían. El deseo de poder ver el color de mis
ojos, la expresión de mi boca al hablar o la luz de la lámpara de al lado.
Pequeños detalles que para nosotros son inapreciables, pero para ellos un mundo
imposible de conocer.
-Las nubes son
blancas, ¿no? –Erin dejó de acariciar una tabla de braille, apoyándola sobre la
mesa. Los demás niños ya habían decidido recoger y charlar un poco con sus
respectivos profesores antes de que sus familiares les fueran a buscar.
-Sí -Llovía. De vez en cuando, algún
relámpago iluminaba el cielo seguido de un estruendo que hacía vibrar los
ventanales –Ahora están grises porque hay tormenta. Casi negras.
-¿Es malo?
-¿Cómo que si es malo?
-Si las nubes estuvieran blancas no
llovería ni habría tormenta. No sonarían esos ruidos tan fuertes.
-¿Qué quieres decir?
-Que son mejores las nubes blancas.
Erin tenía la idea de que el color blanco
era mejor que el negro. Y no solo respecto a las personas, también a todo lo
demás. Cada vez que preguntaba si una cosa era negra o blanca, si era la
primera, reaccionaba negativamente y lo evitaba, como si fuese peligroso. La
tomé de las manos y se las noté heladas.
-Es bonito ver llover. Si siempre hubiese
nubes blancas sería aburrido. Además, si no lloviese, no tendríamos agua y
necesitamos agua para vivir –hice una pausa para observarla, reflexionando –Por
lo tanto, es mejor cuando las nubes son grises, casi negras.
Acaricié su precioso rostro oscuro y le
retiré el cabello de la cara. Erin se quedó callada un largo rato. La sala se
había quedado vacía y en las perchas solo quedaba su abrigo rosado. Escampó un
poco, pero el sol no se atrevía a salir.
-El otro día, mamá me llevó al banco.
Hablaba con un señor hasta ponerse agresiva. Ella me sentó en una especie de
silla muy dura y me pidió que esperase y que por nada del mundo me moviese de
allí. Era un lugar grande, las voces de las personas rebotaban en eco por todos
lados, había gente que tosía y se aclaraba la garganta, sonidos de tacones y el
pasar de las hojas del periódico. Me asusté. Mamá me dejó allí y poco a poco
sentí como la estancia se acaloraba y la gente me rozaba los hombros. La voz de
un hombre resonó en mi cabeza. Exigía con malas maneras a alguien que se
levantase. Esa otra persona no dijo nada, pero escuché una especie de gemidos
graves. El primer hombre le llamó cosas feas, muy feas, que no me atrevería a
repetir. Me asusté cuando le dijo…
No se había detenido en ningún momento
hasta ese.
-¿Qué le dijo, Erin?
-Le dijo “negro de mierda”.
Supongo que escuchar esas palabras de unos
labios tan inocentes como los suyos provocaría en cualquiera lo mismo que
provocó en mí. Siempre he sido una mujer tranquila, que sabe cuando enfadarse
y, cuando lo hago, no muestro agresividad, pero esa vez, lo único que quería
era encontrar al hombre que dijo esas palabras delante de ella y…
-Por eso… Siempre somos nosotros.
-¿Vosotros?
-Los negros. Nunca he entendido la
diferencia. Sólo sé que no somos tan buenos como vosotros, y nunca podremos
serlo. Cuando te toco, intento encontrar algo que te diferencie de mí, pero no
doy con nada que me delate como algo peor. No soy capaz de comprenderlo, pero
lo sé y lo acepto. Ese hombre no es el único que piensa que somos inferiores.
Sé que nos han odiado, maltratado, utilizado, marginado… Sólo porque somos del
mismo color de las nubes, aquellas que nos dan agua para vivir. Pero aún así es
malo. Quizás seáis más bonitos que nosotros y no haya más. Pero como no puedo
verlo, no consigo entender.
-Erin –la abracé –Hay gente muy mala,
tanto blancos como negros. Hay malas personas y buenas personas. Todo está aquí
–le di un toquecito en su sien y después en su pecho –y aquí. Tú eres una
bellísima personita, inteligente y de buen corazón. Y lo único que odio es que
no puedas mirarte al espejo para darte cuenta que eres tan bonita o incluso más
que los demás niños. Erin, tú eres una nube oscura que a mí me da agua para
vivir. A mí, a tu mamá, a tu papá, a tus amigos… Alégrate por no ver las
diferencias de nuestras pieles, que a muchos suponen un problema. Míranos por
lo que somos, por nuestras voces y nuestro cariño.
-Entonces, ¿puedo ser tan buena como tú?
Reí al verla sonreír, resaltando sus
dientes blancos.
-Incluso mejor que yo.
Hoy en día, sigo viéndome con Erin, ya una
muchacha que se dedica a dar charlas motivadoras, y quién me iba a decir a mí,
al teatro. Vive olvidando aquellas horribles ideas, creando su propia sociedad
libre en la que convive junto a los demás como ella en armonía y con iguales
posibilidades. Eso me dijo ella a los quince años, tras leer a Nelson Mandela.
Cada vez que la veo, con esa radiante sonrisa, me enorgullezco de haber pasado
junto a ella su infancia. Sé que sería distinta si no hubiese estado con ella.
Y yo no habría logrado mi total plenitud. Cuando era pequeña, escuché una frase
de Martín Luter King que decía “Si ayudo a una sola persona a tener esperanza,
sabré que no habré vivido en vano”. Cada vez que la recuerdo es Erin quién
acude a mis pensamientos. Ella tuvo esperanza en un mundo al que temía, un
mundo lleno de oscuridad, en el que no veía luz. Pero de esa manera, ha sabido
encontrarse a sí misma. Ella es ciega, ella tiene otros rasgos, otro color de
piel, pero nada de ello ha sido un obstáculo para dar con su felicidad.
Este es uno de mis relatos que quedan abandonados entre páginas y desechado por concursos.