martes, 26 de marzo de 2013

Erin



Erin siempre
 ha tenido una voz tierna pero a la vez seca y rota. Desde que vino aquí, su melodía al hablar nos resultaba tan amarga como dulce. Tan tierna como su sonrisa y tan rota como sus ojos.
-Ali –escucho mi nombre quebrantado y, extrañamente, largo. Erin me tira de la camisa para llamar mi atención. Sus labios carnosos y oscuros forman una gruesa línea recta que junto a sus ojos apagados no pueden guardar nada bueno.
-Dime, cielo.
-¿Tú eres blanca?
Ni siquiera puedo describir como reaccioné. Me quedé muda. Tampoco me pareció una pregunta que escapase de la lógica viniendo de una niña como ella, pero era una cuestión tan fría y fulminante…
-Sí, amor.
-¿Por qué yo no?
Me fijé en que una de sus dos coletitas rizadas estaba deshecha y desaté el lazo azul celeste para rehacer su peinado.
-Porque tu mamá tampoco lo es. Ni tu papá.
-Pero, ¿por qué no todos somos blancos?
Terminé y me agaché a la altura de su mirada para tomarla de los hombros. Recorrí con mis ojos desde su cabello hasta la punta de sus dedos, sus pies descalzos sobre las baldosas, sus piernas cubiertas hasta las rodillas por un sencillo vestido azul pastel, veraniego y fresco, con lazos celestes.
-Porque en el mundo hay distintas razas desde hace mucho, mucho, mucho tiempo.
-¿Dios nos creó así?
Suspiré.
-Sí.
-Él debería haber sabido que si hubiésemos sido todos blancos todo habría salido mejor.
Se dio la vuelta y caminó con rapidez hacia la puerta, alcanzó el picaporte, todo ello con una tranquilidad y lentitud que no sabía si era señal de que debía preocuparme. ¿Qué tenía esa niña de nueve años en la cabeza? Me quedé arrodillada sobre mis piernas, mirando la puerta, esperando que volviese a abrirse y que alguien me sacara de mis horribles pensamientos. ¿Qué podrían haberle contado a Erin que le hiciese creer que lo correcto es ser todos iguales? ¿Ser todos blancos? ¿Y quién le habría podido meter esa idea en la cabeza? Me miré las manos automáticamente, viendo en ellas reflejado su pensamiento. Si pudiera ver y entender que no es tan complicado como ella cree…
Comencé a trabajar en este centro de ayuda a los diecisiete años. Anteriormente, cada vez que volvía a casa en el metro, después del instituto, solía encontrarme con un hombre cuarentón y grande que se subía siempre a la misma hora y en el mismo vagón de la misma estación. Resultaba curioso como cada día era una persona distinta la que le ayudaba a entrar, agarrándole de su brazo y guiándole hacia un asiento libre. Lunes, una pequeña mujer de cabello encrespado caminaba susurrándole con una sonrisa contagiosa, sin soltarle de la mano. El hombre, con sus gafas de sol, daba delicados toquecitos a su alrededor, procurando no tropezar ni molestar a nadie. Martes, un joven adolescente, somnoliento y bostezando le avisa del hueco entre el vagón y el andén. Miércoles, una mujer rubia y alta agarra con una mano a su hija y con la otra al hombre. Me extrañaba que no guardase una sonrisa para cada una de esas personas, agradeciendo su amabilidad. Nunca le vi sonreír. Un viernes, otro señor algo mayor, le apretaba fuerte de la muñeca, el hombre ciego me dio unos toquecitos en las rodillas hasta darse cuenta de que mi asiento estaba ocupado. Dudé, atontada observando el bastón golpeándome las piernas, pero, por un impulso que me dejó la voz quebrada, me levanté y le ayudé a sentarse.
-Gracias –dijo, con la vista al frente y la mirada oculta. Pero sonrió. Tardé en reaccionar, pues su primera sonrisa, desconocida durante meses, me cautivó. Le apreté suavemente la mano un segundo y llegó mi parada. El tren se detuvo y las puertas se abrieron.
-De nada –y salí del vagón, satisfecha conmigo misma, y orgullosa de haber sido la única en recibir tan bella sonrisa en tanto tiempo.
Supongo que fue eso lo que me hizo acercarme al centro de ayuda con discapacidad visual. Me llamó ese alivio, esa alegría al recibir las gracias de alguien que sabe más que la mayoría de nosotros lo que es valorar una ayuda. Nadie como ellos valora tanto los mínimos detalles. Las injusticias tienen algo bueno, y es que la mayoría de las veces, las personas que las sufren saben lo que realmente importa, lo que es necesario. A mí, sin embargo, saben hacerme conformar con una sonrisa.
Cinco años después, aquel lugar era mi segundo hogar, parte de mi familia. Recuerdo cómo me costó adaptarme, más incluso que algunas de las personas que acudían en busca de ayuda. Nunca olvidaré ciertas palabras de ellos, su forma de pensar. En ocasiones, te hablaban y te contaban cómo se sentían. El deseo de poder ver el color de mis ojos, la expresión de mi boca al hablar o la luz de la lámpara de al lado. Pequeños detalles que para nosotros son inapreciables, pero para ellos un mundo imposible de conocer.

-Las nubes son blancas, ¿no? –Erin dejó de acariciar una tabla de braille, apoyándola sobre la mesa. Los demás niños ya habían decidido recoger y charlar un poco con sus respectivos profesores antes de que sus familiares les fueran a buscar.
-Sí -Llovía. De vez en cuando, algún relámpago iluminaba el cielo seguido de un estruendo que hacía vibrar los ventanales –Ahora están grises porque hay tormenta. Casi negras.
-¿Es malo?
-¿Cómo que si es malo?
-Si las nubes estuvieran blancas no llovería ni habría tormenta. No sonarían esos ruidos tan fuertes.
-¿Qué quieres decir?
-Que son mejores las nubes blancas.
Erin tenía la idea de que el color blanco era mejor que el negro. Y no solo respecto a las personas, también a todo lo demás. Cada vez que preguntaba si una cosa era negra o blanca, si era la primera, reaccionaba negativamente y lo evitaba, como si fuese peligroso. La tomé de las manos y se las noté heladas.
-Es bonito ver llover. Si siempre hubiese nubes blancas sería aburrido. Además, si no lloviese, no tendríamos agua y necesitamos agua para vivir –hice una pausa para observarla, reflexionando –Por lo tanto, es mejor cuando las nubes son grises, casi negras.
Acaricié su precioso rostro oscuro y le retiré el cabello de la cara. Erin se quedó callada un largo rato. La sala se había quedado vacía y en las perchas solo quedaba su abrigo rosado. Escampó un poco, pero el sol no se atrevía a salir.
-El otro día, mamá me llevó al banco. Hablaba con un señor hasta ponerse agresiva. Ella me sentó en una especie de silla muy dura y me pidió que esperase y que por nada del mundo me moviese de allí. Era un lugar grande, las voces de las personas rebotaban en eco por todos lados, había gente que tosía y se aclaraba la garganta, sonidos de tacones y el pasar de las hojas del periódico. Me asusté. Mamá me dejó allí y poco a poco sentí como la estancia se acaloraba y la gente me rozaba los hombros. La voz de un hombre resonó en mi cabeza. Exigía con malas maneras a alguien que se levantase. Esa otra persona no dijo nada, pero escuché una especie de gemidos graves. El primer hombre le llamó cosas feas, muy feas, que no me atrevería a repetir. Me asusté cuando le dijo…
No se había detenido en ningún momento hasta ese.
-¿Qué le dijo, Erin?
-Le dijo “negro de mierda”.
Supongo que escuchar esas palabras de unos labios tan inocentes como los suyos provocaría en cualquiera lo mismo que provocó en mí. Siempre he sido una mujer tranquila, que sabe cuando enfadarse y, cuando lo hago, no muestro agresividad, pero esa vez, lo único que quería era encontrar al hombre que dijo esas palabras delante de ella y…
-Por eso… Siempre somos nosotros.
-¿Vosotros?
-Los negros. Nunca he entendido la diferencia. Sólo sé que no somos tan buenos como vosotros, y nunca podremos serlo. Cuando te toco, intento encontrar algo que te diferencie de mí, pero no doy con nada que me delate como algo peor. No soy capaz de comprenderlo, pero lo sé y lo acepto. Ese hombre no es el único que piensa que somos inferiores. Sé que nos han odiado, maltratado, utilizado, marginado… Sólo porque somos del mismo color de las nubes, aquellas que nos dan agua para vivir. Pero aún así es malo. Quizás seáis más bonitos que nosotros y no haya más. Pero como no puedo verlo, no consigo entender.
-Erin –la abracé –Hay gente muy mala, tanto blancos como negros. Hay malas personas y buenas personas. Todo está aquí –le di un toquecito en su sien y después en su pecho –y aquí. Tú eres una bellísima personita, inteligente y de buen corazón. Y lo único que odio es que no puedas mirarte al espejo para darte cuenta que eres tan bonita o incluso más que los demás niños. Erin, tú eres una nube oscura que a mí me da agua para vivir. A mí, a tu mamá, a tu papá, a tus amigos… Alégrate por no ver las diferencias de nuestras pieles, que a muchos suponen un problema. Míranos por lo que somos, por nuestras voces y nuestro cariño.
-Entonces, ¿puedo ser tan buena como tú?
Reí al verla sonreír, resaltando sus dientes blancos.
-Incluso mejor que yo.

Hoy en día, sigo viéndome con Erin, ya una muchacha que se dedica a dar charlas motivadoras, y quién me iba a decir a mí, al teatro. Vive olvidando aquellas horribles ideas, creando su propia sociedad libre en la que convive junto a los demás como ella en armonía y con iguales posibilidades. Eso me dijo ella a los quince años, tras leer a Nelson Mandela. Cada vez que la veo, con esa radiante sonrisa, me enorgullezco de haber pasado junto a ella su infancia. Sé que sería distinta si no hubiese estado con ella. Y yo no habría logrado mi total plenitud. Cuando era pequeña, escuché una frase de Martín Luter King que decía “Si ayudo a una sola persona a tener esperanza, sabré que no habré vivido en vano”. Cada vez que la recuerdo es Erin quién acude a mis pensamientos. Ella tuvo esperanza en un mundo al que temía, un mundo lleno de oscuridad, en el que no veía luz. Pero de esa manera, ha sabido encontrarse a sí misma. Ella es ciega, ella tiene otros rasgos, otro color de piel, pero nada de ello ha sido un obstáculo para dar con su felicidad.  

Este es uno de mis relatos que quedan abandonados entre páginas y desechado por concursos. 

lunes, 18 de marzo de 2013

Ocaso hasta el amanecer





(…)
-¿Cuántos atardeceres has visto?
-…
-Cuántos.
-Muchos. Bueno, realmente no me he detenido a observarlos, pero…
-Pues obsérvalos.
-Tengo cosas más importantes que hacer.
-Vaya respuesta.
-…
-¿Y amaneceres?
-No lo sé. Menos… No me gusta madrugar, ya lo sabes, y si lo hago es porque tengo prisa y la verdad, no voy a sentarme en el balcón a ver amanecer.
-Pues te voy a proponer que te sientes a mi lado y en silencio observes como desaparece el sol.
-Pero…
-Shh… calla. Y mañana vas a despertarte pronto para ver amanecer.
-¿Pero qué pasa? ¿Me pierdo algo al no ver cada amanecer y cada atardecer?
-Te pierdes el principio… y también te pierdes el final.
-¿Y qué?
-Sólo piensas en el transcurso del día, pendiente en lo que tienes que hacer, pendiente de no perder el tiempo… pero, ¿qué es perder el tiempo? Para ti es contemplar el alba, para mí es charlar con el director de esa empresa que se ha interesado en ti. Para ti es admirar la puesta de sol, para mi tirarse cinco horas en una oficina estresante, un despacho en el que lo único que hay es papeles que no dicen nada… Y sin embargo, un rayo de sol puede decir todo.  Un rayo de sol por la mañana crece cual niño, se extiende por el césped tiñéndolo de un verde vivaz y dorado, alumbra las calles y las farolas se apagan, penetra por las ventanas y los párpados de miles de personas se abren dando la bienvenida a un nuevo día…
-Oye…
-¡No! Porque cuando ha llegado la hora, que a veces es antes, a veces más tarde, esos rayos se encogen, dejan de alumbrar, desaparecen, retornan al sol, dejan la ciudad al amparo de las sombras y, finalmente, el último rayo de luz muere, y el sol se lleva consigo todos aquellos que durante el día nos han guiado, nos han dado vida, nos han permitido sentarnos en el campo y mirar las formas de las nubes, nos han dejado coger la bici y pasear por el parque, nos ha dado permiso de asomarnos a la ventana y enseñarle nuestra sonrisa al mundo, pero… ¿sabes qué? Nada dura para siempre, todo tiene un fin, como al igual tiene un origen y yo trato de disfrutar el día de principio a final.
-¿Cuánto dura un atardecer?
-Depende de cuánto quieres que dure.
-Acaba de anochecer.
-Lo sé.
-Me hubiese gustado que hubiese durado más.
-Eso quiere decir que has tenido un buen final.


domingo, 10 de marzo de 2013

«Y tallamos nuestros nombres en los árboles…



Aunque tus ojos estén cerrados por años, seguirás viendo todo aquello que ya viste. Un incendio de mariposas revoloteando al sol sobre altas hierbas verdes y húmedas, reciente lluvia que cubrió las praderas horas antes para después arrastrar las nubes a las montañas. No hay graznidos de cuervos, si no melodías de pequeños petirrojos adornando mañanas junto al canto del agua correr por el riachuelo. No hay más que cielo y horizonte, ninguno más eterno que el otro. Ni el cuervo debe ser despreciado ni el petirrojo debe ser premiado con tanto prestigio.  

«Y tallamos nuestros nombres en los árboles


jueves, 7 de marzo de 2013

Veneno Onírico


Eh, escúchame un poco



Soy un veneno. Cuando despiertas soy el color rojo de mi pelo al contraste de las sábanas blancas, esas sábanas que huelen a nosotros, una fragancia que solo nosotros podemos conseguir. Cuando me miras soy ternura al despertar más caricias de tus dedos. No hay respuestas más que un simple parpadeo lento, el aleteo de una mariposa ralentizada, el canto de una ninfa aullando socorro en el bosque. No hay orden, las filas de palabras que nos ahorramos por no traicionarnos, las líneas que sobrepasamos cuando dejamos de ser nosotros, el sol que se atreve a colarse al dormitorio a robarme el sueño, o las olas osadas que se dedican a raptar las huellas de la orilla. Soy todo eso cuando me miras aún soñando. Soy parte de tu sueño en este mundo onírico que sólo yo sé fabricar. Por eso te quedas conmigo cada noche. Porque soy veneno onírico, veneno onírico para todos. ¿Y sabéis qué? No hay cura.  









¿Lo notas? Estoy empezando a hacer efecto.