Ni siquiera cogí el abrigo. Ahogué los
gritos de un portazo seco que selló el silencio a mi alrededor, pero en mi
cabeza el dolor me ensordecía. Pulsé el botón del ascensor y esperé unos largos
segundos que se hicieron eternos. No subía, e impaciente, di una patada contra
la puerta de metal y eché a trote hacia las escaleras. Tan solo eran seis
pisos. Al llegar al vestíbulo, la luz estaba apagada y empecé a notar el frío
en mis brazos. Me dirigí a apretar el botón de la luz en la pared pero justo
antes de rozarlo, ya la estancia se iluminó por sí sola. El anciano del 2º B, que llevaba unos pocos meses
viviendo en el edificio, bajaba por el ascensor. Sonreía con tristeza,
mostrando sus ya escasos dientes y saludó alegremente. ¿Adónde iría ese hombre
a tan altas horas de la madrugada?
Le dejé salir y me quedé en el portal,
observando sus cortos y lentos pasos apoyados en un bastón, miraba al suelo,
pero en cuanto podía, alzaba la vista y buscaba a su alrededor… a saber qué.
Caminé en dirección contraria, pensando
en todo lo que había pasado. El móvil sonó, era ella. Tres llamadas perdidas
suyas en un minuto. ¿Por qué? ¿Por qué me llama ella y no tú, papá? A la quinta
se lo cogí, pero no fui capaz de decir nada.
Silencio. Seguidamente, empezó a
llamarme por mi nombre, una y otra vez hasta que su voz sonó preocupada.
-Hola, mamá.
-Hijo, vuelve a casa ahora mismo.
¿Dónde estás? ¡Son las tres de la mañana!
Suspiré y dejé que el viento se llevase
el significado de aquel suspiro.
-¡Déjale, a ver si así aprende de una puta
vez! –soltó en un grito mi padre de fondo –Seguro que viviendo en la calle
sería menos crío y aprendería a no meterse en donde no le llaman.
-Adiós, mamá.
Volvió a llamarme, pero mi nombre quedo
interrumpido para siempre, entre el amor, el odio, y la desconexión del teléfono.
Me senté en un banco y agaché la
cabeza. Aferré con fuerza el móvil entre mis manos y poco a poco apoyé la
frente en ellas, observando en la oscuridad alumbrada por una farola anaranjada
los pequeños granos de tierra. No se veía un alma, y no se oía más que los
grillos y algún coche a lo lejos en la autopista. Y sin creerlo, estaba
llorando, ahogando los sollozos en mis lágrimas, conteniendo las ganas de
gritar en los músculos y apretando el móvil con ganas de hacerlo estallar. Y sin
pensármelo dos veces, lo lancé contra el bordillo y varias piezas se
dispersaron por el suelo. Maldita basura…
-¡Ey, tú…!
Levanté el rostro y me encontré con un
tipo de mi edad o algo menor, unos dieciocho o diecinueve años. Llevaba una
sudadera en el hombro, no parecía notar el frío que acechaba por las calles una
noche de febrero, y se le notaba tranquilo. Mi furia había derretido el frío de
mi cuerpo… y quizás el de mi corazón.
-No me mires así –me contestó –casi me
atraviesas a la velocidad con que lo has lanzado.
Le ignoré y me levanté para marcharme,
pero aquel chaval volvió a dirigirse a mí.
-Eh… -me volví y le miré, intentando identificar su rostro
desconocido. No tenía ni idea de quién era, pero nunca había visto unos ojos
tan sinceros y honestos como aquellos - ¿Estás bien?
-¿La verdad?
-Trato de evitar mentir, y procuro que
nadie me mienta –y terminó la frase con una risita y una sonrisa torcida.
No le contesté en seguida. Cuando su
rostro adaptó de nuevo seriedad, mantuve la mirada fija en él, y él no me la
quitó. Era algo más bajito y más delgado, podría apartarle de un sencillo
empujón y deshacerme de él.
-¿Y por qué debería contártelo a ti? No
te conozco de nada.
-Por eso mismo, porque no me conoces de
nada. No sé tu nombre, y la verdad, es que ni me interesa. No tengo ni idea del
motivo por el que has estampado el aparato contra el suelo, y la verdad tampoco
me pica mucho la curiosidad, si no me lo cuentas, dormiré tranquilo esta noche,
pero hablar nos puede sentar bien a los dos, tanto a ti como a mí. Si quieres
conocerme más puedo decirte que me llamo Carlos y que tengo poco que contarte
-¿Tienes poco que contarme?
-Sí, pero cuando la vida me haya
enseñado espero volver a encontrarme contigo.
-Aprender, enseñar… ¿Qué hay que aprender? ¿Quién nos debe
enseñar?
-A mí, yo mismo. Pero aun no soy buen
profesor. Y a ti, tú mismo, pero no te prestas
atención.
-¿Y tú qué cojones sabes de lo que yo
haga?
-Alguien te ha llamado. Alguien te
hablaba… ¿quién era? ¿Un ser querido, verdad?
-Sí. Mi madre.
-¿Y qué te decía?
-Que volviese a casa –pausa… me rendí ante las palabras de aquel
chico desconocido - Y mi padre gritaba lo de siempre… que ella no vale nada sin él, que yo
no valgo nada, no he llegado a nada y nunca lo haré, por mi culpa, mi madre ya
no le tiene respeto, que yo lo he empeorado todo…
-¿Y tú has lanzado el móvil mientras tu
madre te decía que volvieses?
-Escucho a mi padre cada día
insultándome, culpándome… gritándole a mi madre, golpes,
chillidos… No tengo ganas de escuchar.
-No dejaste que tu madre te dijera que
te quería.
El silencio me delató, y en mis ojos
identificó mi resignación… tenía razón. Luego prosiguió.
-Cuando era pequeño, me iba todos los
veranos con mi abuelo a la costa. Mi padre y mi abuelo dejaron de hablarse hace muchos años, pero yo nunca dejé de quererles, por muchos
problemas que tuviesen, hasta que una vez discutieron por mí. Tan sólo tenía
nueve años y apenas entiendo el por qué, quizás no lo recuerde bien, pero mi
padre dijo que no volvería a ver a mi abuelo y que no volvería a pisar la casa
de la playa. Mi abuelo estaba solo y aquel pueblo era pequeño y apático. Mi abuela murió tiempo atrás y ya sólo le quedaba yo… Pasaron siete años hasta que volví a
verle. Me lo encontré por casualidad aquí, en Madrid. Él no me reconoció, y al
principió no me creyó… pero poco a poco, me escuchó y me
abrazó con fuerza, entonces fue cuando me dijo que quería ver a mi padre, que
quería a su hijo y que lo sentía por todo, y que no quiere alejarse de nosotros… Tiene ochenta y siete años hoy en día.
Entonces, mi padre no le escuchó y no quiso reconciliarse. Mi abuelo volvió a
desaparecer.
Hizo una pausa de unos segundos y se
sentó en el banco. Conforme él iba hablando, mi rabia se disipaba y daba paso
al gélido viento que me atormentaba y me anestesiaba las manos, la cara y los
pies.
-Ayer mi padre tuvo un accidente. No
veo a mi abuelo desde hace más de dos años, aunque hace unos meses se mudó aquí
al lado. No acudió al funeral…
No supe que decir… Ese chico tendría que estar pasándolo
fatal… Un coche de policía pasó a todo gas
por la calle de enfrente. Los dos le seguimos hasta que se perdió entre los
edificios. La sirena seguía oyéndose cuando Carlos continuó.
-He quedado con él. Pero no ha venido.
-Vendrá –solté sin pensarlo.
-¿Cómo?
-Si tú me prometes que esperarás, yo te
prometo que volveré a casa y nada más llegar le diré a mi madre… que la quiero.
Se quedó atónito ante mi propuesta. Me
acerqué y extendí la mano para dársela. Dos segundos después la estrechó con
fuerza y me guiñó un ojo.
-Un placer –le sonreí.
-Lo mismo digo… ¿me has dicho tu nombre?
-No–y me alejé. Sonreí y me despedí con
la mano –Ten paciencia.
-La tendré.
Y nos alejamos, con la incertidumbre de
saber si algún día volveremos a vernos, y con la esperanza de encontrarnos en
otra ocasión, hechos dos maestros de la vida. Cuando volví a casa, me encontré
al viejo del 2ºB en el portal, andando de un lado para
otro, nervioso.
-¿Perdone? ¿Busca a alguien?
-¿Qué dices, joven?
-¿Qué si busca a alguien?
-Ah, sí, hijo sí… o quizás no, sea mejor que no…
-Diríjase al parque, creo que allí
encontrará lo que busca.
Sus pequeños ojos azules se inundaron,
pero contuvieron las lágrimas, no por orgullo… quería que alguien las viera caer por sus mejillas… de dolor, o quizás de felicidad. Una
mezcla de emociones, de todo un poco.
Desde el portal observé como el viejo
se dirigía al mismo sitio del que yo volvía. Carlos continuaba sentado en el
banco con la mirada puesta en el cielo, plagado de luces inmóviles. El anciano
subió las escaleras y Carlos le miró. Ambos se quedaron inmóviles, y después se
acercaron. Metí la llave en el portal y empujé la puerta, pero antes de entrar,
volví a mirar. Abuelo y nieto se abrazaban… Carlos había perdido un padre, pero a cambio, se había ganado a
su abuelo, que guardaba cariño desde hace muchos años para su nieto.
-Mamá… -susurré. Dormía en el sofá, pegada al teléfono inalámbrico. La desperté con suavidad, con delicadeza y al verme pareció
aliviada. Me acarició el rostro sin decir nada y sonrió tiernamente. La abracé
como nunca la había abrazado y ella me recibió con dos o tres lágrimas –Te
quiero muchísimo.