Tenía unos labios de hielo y un corazón en
boxes. Era una criatura tóxica. Se fumaba los sentimientos y de su boca el humo
era más mortal que el monoxido de carbono, todos podíamos verlo, olerlo y
sentirlo. Todos sabíamos lo que significaba y aún así no huíamos. Esa mujer
tenía escrito en su pecho izquierdo la palabra "veneno". Y todos nos
esforzábamos por borrárselo con nuestra saliva, frotarlo con nuestras lenguas e
incluso con nuestras más humildes y sinceras verdades cargadas de inocencia. Ella
nos escupía el humo en la cara para matarnos con más rapidez. Sus besos eran
cloroformo y sentía que mi alma abandonaba mi cuerpo cada vez que notaba su
aliento. Era el ser mas tóxico con el que me crucé en mi corta vida. Dejaba un
bosque de pollas duras cuando pasaba. Dejaba desbordantes pantanos en las
bragas cuando volvía. No tenía distinciones ni prejuicios. Era una diosa. No se
dejaba a ninguno. Todos la conocíamos, todos la odiábamos. Nos engañaba a cada
uno con nuestra mentira más deseada. Era la perfecta idealización de nuestra
realidad. Y por eso los entes creativos sufren infinitamente más que los demás.
Por esa puta con tantos nombres, por esa puta Fantasía.
Resolviendo mis conflictos emocionales desde que descubrí que las pelirrojas traen mala suerte.
lunes, 22 de abril de 2013
miércoles, 10 de abril de 2013
"Próxima estación: Extinguiendo el olvido"
Otra página. El largo viaje que debo recorrer me ha hecho terminarme
otro capítulo del libro. Lo único que no me gusta de leer en el metro es
perderme las historias dibujadas en los rostros de la gente. El otro día, al salir de clase, regresaba a
casa apoyada en la barandilla, luchando porque mis ojos no se cerrasen. Entró
un hombre en una estación, ni siquiera recuerdo cuál era. Algunas veces me
encantaría ser invisible para observar a todas esas personas tan curiosas sin discreción,
pero el hecho de no poder serlo lo hace más interesante y divertido. Lo que más
me llamó la atención fue su cochambrosa gorra vieja ocultando una cabeza rapada
y el piercing de la nariz, a juego
con otro en la ceja junto a un segundo aro en la misma. Llevaba unos vaqueros pesqueros y unas
zapatillas que conjuntaban mugrientamente con su gorra. Los calcetines negros le
subían hasta no quiero saber dónde y llevaba un cómic en la mano. Se sentó en
frente de mí y echó un par de miradas a ambos lados del tren con un gesto como
si masticara un chicle, pero luego descubrí que era una especie de tic que repetía cada vez que pasaba una
página. Su larga perilla de raíces blancas y sus arrugas y andares encorvados
me desvelaron a un hombre al que le perseguían los sesenta años. No pude evitar
no fijarme poco a poco en cada uno de sus detalles, desde la forma de pasar las
páginas hasta la sospechosa mancha de su chaqueta de cuero marrón. “Lo haré
personaje de alguna de mis historias” pensé “este hombrecillo no me lo roba el
olvido”. Me transmitía fuerza y vida. Me hubiese encantado escuchar su voz y
alguna conversación interesante ajena a mí, ser una mosca y perseguirle en su
vida durante un día. Pero no tardó ni cinco minutos en ponerse en pie, cerrar
el cómic y sacudirse la chaqueta que se le había quedado arrugada por las
axilas. Volvió a mirar de un lado a otro y salió por la puerta como un duende
con la cabeza hundida en unos hombros que caminaban más que sus piernas. Sonreí
sin darme cuenta.
Detuve mi lectura cuando por encima de
la primera línea de la cuarta hoja del tercer capítulo vi unos pies familiares.
Levanté la vista y me topé con sus ojos
retirándose de mí nerviosos. Pasó por delante de mí y se apoyó en la pared de
enfrente, donde lo hace siempre. Todas las mañanas el mismo recorrido, a la
misma hora, al mismo lugar. Es lo único
que tenemos en común. Sé su nombre y es más cercano a mí de lo que antes creía,
pero sólo me conozco su ropa diaria y sus gestos en soledad de ida y regreso al
instituto. He mentido, lo que compartimos más íntimamente son las miradas. Me
siento observada cuando finjo abandonar el mundo real o cuando me hago la distraída
mirando mi zapatilla izquierda, y justo cuando me dispongo a mirarle me estampo
contra sus ojos. Si la química que todos creamos en un viaje de metro fuera una
bomba nuclear, la Tierra ya habría desaparecido. Sí, ese tío me llama la
atención y adoro compartir los viajes en metro con él, pero nunca sería capaz
de acercarme más. Es lo bonito de estos trayectos, que no hay palabras.
Alguna vez en mi vida madrugaré para
tirarme el día viajando el metro, no quiero ni imaginarme todo lo que puedo
encontrarme. Además sería una gran distracción para no odiar al mundo. Cada vez
pienso más que mi problema está en conocer a la gente. Soy feliz con alguien
hasta que le conozco. Por eso me gusta fijarme en cada individuo del vagón y
asignarle una historia que combine con la canción que se reproduce por mis
cascos.
Y cómo toda historias, siempre hay un
lado triste. Y es que no volvemos a encontrarnos con ninguna de esas personas
que nos llaman la atención. En algún momento desaparecen. Por eso yo me dedico
a guardarles en historias. Puede que ellos, sin darse cuenta, te den algún tipo
de lección que tú mismo has creado. Piénsalo.
domingo, 7 de abril de 2013
Pensamientos de Nocturnidad II
Las urracas no saben cantar.
Era una chica tan triste tan triste tan
triste que había roto su sonrisa para no dejar de llorar.
Y tenía la sonrisa más hermosa que la misma
luna. Luna nueva permanente.
Y tenía los dedos rotos de apenas moverlos. Y
los labios secos por perder la costumbre a besar.
Y era más bonita que la misma noche. Vestida
de estrellas hasta cuando salía el sol.
Ser preciosa era todo lo que tenía pero nunca
supo amar.
Y dormía con los ojos abiertos, de noche y de
día, para no olvidarse de respirar.
Pues se le escapaba la muerte por los dedos
rotos, y la vida por la ventana arropada de visillos.
Y todos la besaban. Pero ella no movía sus
labios. Se le había olvidado besar.
Y los árboles no crecían y las nubes
desaparecían y el río enmudecía.
Y ella rota entera, de los dedos a los labios
y de los ojos a los tobillos se cansaba de llorar.
Pero la luna seguía ausente y la sonrisa rota
en la mesa de noche, acariciada por los visillos y las lágrimas de los ojos de
espejos de galaxias.
Y se miraba las manos, a veces. Y nunca las
pudo mover. Porque nunca la supieron amar.
Y alguien dijo "A amar también se
aprende".
Pero ella no tenía con qué pagar, porque todo
lo que poseía estaba roto.
Y su alma siguió con ella, incluso cuando los
huesos rotos se veían.
Atrapada a la ventana de los visillos de
encaje fingido.
Mirando las galaxias y a las urracas
que aprendieron a cantar.
«(…)Luego recostó la cabeza en el espaldar del mecedor
y volvió a cerrar los ojos.
-Cuando despierte –dijo –recuérdame que voy a casarme
con ella.»
Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez
lunes, 1 de abril de 2013
Tres clavos
Abril y su entrada triunfal. Y yo sin bragas por la calle, notando la fría lluvia en mi entrepierna armonizada con otro tipo de humedad más cálida. Ni siquiera dio tiempo a intercambiar nuestro típico saludo cortés cuando te dejé mi tanga de encaje en la mano. Tampoco faltaron ganas de empotrarme contra la pared y rebuscar verdades bajo mi falda, verdades que me repito después de sentirte sobre mí, inmovilizada mientras entras y sales hasta el fondo y mi boca se vuelve desierto entre gemidos. Verdades que me dejan durante tres días medio ortopédica, y durante horas con tu sabor en mi boca. Verdades que llevo arrastrando muchos meses y que no son más que tres clavos que se repiten en la yaga cuando comienza a cicatrizar. Tres. Y cada noche que huyo a mi cama para dar el merecido descanso a mi cuerpo pienso en cuanto tiempo llevo sin escuchar una sola palabra sincera desde el corazón, sin ningún tipo de intención sexual. O por qué cuando por fin brota una boca capaz de hacerlo el viento se lleva consigo esas pocas palabras. Son verdades como tres clavos, como tres bocas y una sola que deseo y no para complacer mi celo, si no para curar las heridas que me dejé en mi cruz.
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