lunes, 22 de abril de 2013

Zorra



Tenía unos labios de hielo y un corazón en boxes. Era una criatura tóxica. Se fumaba los sentimientos y de su boca el humo era más mortal que el monoxido de carbono, todos podíamos verlo, olerlo y sentirlo. Todos sabíamos lo que significaba y aún así no huíamos. Esa mujer tenía escrito en su pecho izquierdo la palabra "veneno". Y todos nos esforzábamos por borrárselo con nuestra saliva, frotarlo con nuestras lenguas e incluso con nuestras más humildes y sinceras verdades cargadas de inocencia. Ella nos escupía el humo en la cara para matarnos con más rapidez. Sus besos eran cloroformo y sentía que mi alma abandonaba mi cuerpo cada vez que notaba su aliento. Era el ser mas tóxico con el que me crucé en mi corta vida. Dejaba un bosque de pollas duras cuando pasaba. Dejaba desbordantes pantanos en las bragas cuando volvía. No tenía distinciones ni prejuicios. Era una diosa. No se dejaba a ninguno. Todos la conocíamos, todos la odiábamos. Nos engañaba a cada uno con nuestra mentira más deseada. Era la perfecta idealización de nuestra realidad. Y por eso los entes creativos sufren infinitamente más que los demás. Por esa puta con tantos nombres, por esa puta Fantasía. 

miércoles, 10 de abril de 2013

"Próxima estación: Extinguiendo el olvido"



Otra página. El largo viaje que debo recorrer me ha hecho terminarme otro capítulo del libro. Lo único que no me gusta de leer en el metro es perderme las historias dibujadas en los rostros de la gente.  El otro día, al salir de clase, regresaba a casa apoyada en la barandilla, luchando porque mis ojos no se cerrasen. Entró un hombre en una estación, ni siquiera recuerdo cuál era. Algunas veces me encantaría ser invisible para observar a todas esas personas tan curiosas sin discreción, pero el hecho de no poder serlo lo hace más interesante y divertido. Lo que más me llamó la atención fue su cochambrosa gorra vieja ocultando una cabeza rapada y el piercing de la nariz, a juego con otro en la ceja junto a un segundo aro en la misma.  Llevaba unos vaqueros pesqueros y unas zapatillas que conjuntaban mugrientamente con su gorra. Los calcetines negros le subían hasta no quiero saber dónde y llevaba un cómic en la mano. Se sentó en frente de mí y echó un par de miradas a ambos lados del tren con un gesto como si masticara un chicle, pero luego descubrí que era una especie de tic que repetía cada vez que pasaba una página. Su larga perilla de raíces blancas y sus arrugas y andares encorvados me desvelaron a un hombre al que le perseguían los sesenta años. No pude evitar no fijarme poco a poco en cada uno de sus detalles, desde la forma de pasar las páginas hasta la sospechosa mancha de su chaqueta de cuero marrón. “Lo haré personaje de alguna de mis historias” pensé “este hombrecillo no me lo roba el olvido”. Me transmitía fuerza y vida. Me hubiese encantado escuchar su voz y alguna conversación interesante ajena a mí, ser una mosca y perseguirle en su vida durante un día. Pero no tardó ni cinco minutos en ponerse en pie, cerrar el cómic y sacudirse la chaqueta que se le había quedado arrugada por las axilas. Volvió a mirar de un lado a otro y salió por la puerta como un duende con la cabeza hundida en unos hombros que caminaban más que sus piernas. Sonreí sin darme cuenta.
Detuve mi lectura cuando por encima de la primera línea de la cuarta hoja del tercer capítulo vi unos pies familiares.  Levanté la vista y me topé con sus ojos retirándose de mí nerviosos. Pasó por delante de mí y se apoyó en la pared de enfrente, donde lo hace siempre. Todas las mañanas el mismo recorrido, a la misma hora, al mismo lugar.  Es lo único que tenemos en común. Sé su nombre y es más cercano a mí de lo que antes creía, pero sólo me conozco su ropa diaria y sus gestos en soledad de ida y regreso al instituto. He mentido, lo que compartimos más íntimamente son las miradas. Me siento observada cuando finjo abandonar el mundo real o cuando me hago la distraída mirando mi zapatilla izquierda, y justo cuando me dispongo a mirarle me estampo contra sus ojos. Si la química que todos creamos en un viaje de metro fuera una bomba nuclear, la Tierra ya habría desaparecido. Sí, ese tío me llama la atención y adoro compartir los viajes en metro con él, pero nunca sería capaz de acercarme más. Es lo bonito de estos trayectos, que no hay palabras.
Alguna vez en mi vida madrugaré para tirarme el día viajando el metro, no quiero ni imaginarme todo lo que puedo encontrarme. Además sería una gran distracción para no odiar al mundo. Cada vez pienso más que mi problema está en conocer a la gente. Soy feliz con alguien hasta que le conozco. Por eso me gusta fijarme en cada individuo del vagón y asignarle una historia que combine con la canción que se reproduce por mis cascos.
Y cómo toda historias, siempre hay un lado triste. Y es que no volvemos a encontrarnos con ninguna de esas personas que nos llaman la atención. En algún momento desaparecen. Por eso yo me dedico a guardarles en historias. Puede que ellos, sin darse cuenta, te den algún tipo de lección que tú mismo has creado. Piénsalo. 

domingo, 7 de abril de 2013

Pensamientos de Nocturnidad II



Las urracas no saben cantar. 
Eso pensaba ella desde su ventana, apartando hacia un lado los visillos de encaje fingido. 
Era una chica tan triste tan triste tan triste que había roto su sonrisa para no dejar de llorar.
Y tenía la sonrisa más hermosa que la misma luna. Luna nueva permanente.
Y tenía los dedos rotos de apenas moverlos. Y los labios secos por perder la costumbre a besar. 
Y era más bonita que la misma noche. Vestida de estrellas hasta cuando salía el sol.
Ser preciosa era todo lo que tenía pero nunca supo amar.
Y dormía con los ojos abiertos, de noche y de día, para no olvidarse de respirar.
Pues se le escapaba la muerte por los dedos rotos, y la vida por la ventana arropada de visillos.
Y todos la besaban. Pero ella no movía sus labios. Se le había olvidado besar.
Y los árboles no crecían y las nubes desaparecían y el río enmudecía.
Y ella rota entera, de los dedos a los labios y de los ojos a los tobillos se cansaba de llorar.
Pero la luna seguía ausente y la sonrisa rota en la mesa de noche, acariciada por los visillos y las lágrimas de los ojos de espejos de galaxias. 
Y se miraba las manos, a veces. Y nunca las pudo mover. Porque nunca la supieron amar.
Y alguien dijo "A amar también se aprende".
Pero ella no tenía con qué pagar, porque todo lo que poseía estaba roto.
Y su alma siguió con ella, incluso cuando los huesos rotos se veían. 
Atrapada a la ventana de los visillos de encaje fingido.
Mirando las galaxias y a las urracas
 que aprendieron a cantar.


«(…)Luego recostó la cabeza en el espaldar del mecedor y volvió a cerrar los ojos.
-Cuando despierte –dijo –recuérdame que voy a casarme con ella.»
Crónica de una muerte anunciada, Gabriel García Márquez

lunes, 1 de abril de 2013

Tres clavos

Abril y su entrada triunfal. Y yo sin bragas por la calle, notando la fría lluvia en mi entrepierna armonizada con otro tipo de humedad más cálida. Ni siquiera dio tiempo a intercambiar nuestro típico saludo cortés cuando te dejé mi tanga de encaje en la mano. Tampoco faltaron ganas de empotrarme contra la pared y rebuscar verdades bajo mi falda, verdades que me repito después de sentirte sobre mí, inmovilizada mientras entras y sales hasta el fondo y mi boca se vuelve desierto entre gemidos. Verdades que me dejan durante tres días medio ortopédica, y durante horas con tu sabor en mi boca. Verdades que llevo arrastrando muchos meses y que no son más que tres clavos que se repiten en la yaga cuando comienza a cicatrizar. Tres. Y cada noche que huyo a mi cama para dar el merecido descanso a mi cuerpo pienso en cuanto tiempo llevo sin escuchar una sola palabra sincera desde el corazón,  sin ningún tipo de intención sexual. O por qué cuando por fin brota una boca capaz de hacerlo el viento se lleva consigo esas pocas palabras. Son verdades como tres clavos, como tres bocas y una sola que deseo y no para complacer mi celo, si no para curar las heridas que me dejé en mi cruz.