jueves, 29 de noviembre de 2012

Bonita



Con los huesos rotos y la piel seca. El espejo es vacío. Los ojos vacíos. Salir de la ducha, abstraída del mundo, con la mente en blanco y ni una preocupación. Todo está bien. Todo está bien. Caminar por el pasillo con el cabello recogido con una pinza, los pies aún húmedos y el suelo frío, la toalla envuelta en su cuerpo, dándole calor, un calor que solo saben darle las sábanas. Nada, nadie más.
El espejo la saluda, le devuelve una leve sonrisa, no por leve mentirosa. Y se ve bonita, muy bonita. Sus ojos brillan tenuemente y su piel parece frágil. Se suelta el cabello, ese color ardiente y cálido y cae acariciando sus hombros desnudos. Se siente sensual. Poco a poco deja caer la toalla sujetándola por el pecho, notando una pizca de frío en la espalda, que hermosa se va descubriendo hasta llegar a los muslos. La toalla cae al suelo y ella se siente a gusto con su cuerpo. No es perfecto, pero está agradecida. Sin embargo, en una de las múltiples vueltas que ha dado sobre sí misma se descubre el error. Sus costillas por encima de la tripa son visibles... espantosamente visibles. Gira con miedo para verse el perfil mientras levanta cuidadosamente el brazo y descubre tres costillas sobresaliendo alrededor de su cuerpo, bajo su piel. El horror la invade y vuelve a mirarse la cara, afilada y algo más chupada de lo normal. Sin vestirse huye y a toda velocidad busca, busca, busca... 
Una ola de cuerpos esqueléticos comienza a proyectarse en su cabeza, famosas consideradas anoréxicas cuyos brazos son iguales a los suyos, cuyas cinturas no tienen mucho de diferencia y cuyos rostros parecen haber sido exprimidos. 
Con los huesos rotos y la piel seca. Se siente tan vacía que no es capaz ni de engordar. No se siente bien, no se siente bonita. Nadie la hace sentir bonita. Nadie.
¿Y sabéis qué? El peor castigo para una mujer es no sentirse bonita. 

«Los dulces sueños están hechos de esto. . . Todos están buscando algo. . . Algunos quieren usarte, otros ser usados por ti. Algunos quieren abusarte, otros que les abuses. . .  

lunes, 26 de noviembre de 2012

No te apagues.


Sombras en la nieve blanca, bifurcaciones en la taza de café, el rostro empapado y ni una lágrima más en los ojos. Ni una. Hablamos de llorar, llorar en silencio, sollozar, a llantos, en bajito, en soledad, bajo las sábanas, envuelta en un abrazo Sombras en la nieve blanca, bifurcaciones en la taza de café y ni una sola lágrima más dentro de mí. El hechizo del invierno a través de la ventana, y la inmovilización del frío envuelta en una manta. Sin embargo aún es noviembre y el manto de hojas no ha desaparecido. Me adelanto. Me adelanto porque tengo miedo. La voz rasgada de llorar y un insoportable dolor de cabeza y presión en la mandíbula, el nudo en la garganta que impide tragar y los ojos secos. Me adelanto al horizonte, esperando una buena noticia. De momento sigo sentada junto a la ventana contemplando un invierno ilusorio, una escena inmóvil. Sombras en la nieve blanca, bifurcaciones en la taza de café, el rostro empapado.  Ni hambre, ni sueño. Solo tú corriendo por el camino protagonizando el campo verdoso en primavera, y las hierbas secas en verano, llamándote, recibiendo tus miradas y tú te alejas como si fuese un juego, una búsqueda de olores en mitad del campo. Ya no hay nieve ni hojas secas, solo tú corriendo, cada vez más lejos, cada vez más lejos, hasta que te pierdo y desapareces. Desapareces entre el recuerdo y el invierno frío al otro lado de la ventana. La buena noticia de mañana decidirá si te alcanzo mientras corres al infinito o desisto ante la vida. Ante la muerte. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Ojalá volvamos a cruzarnos y acabemos enredados




Soy carne. Soy cebo. Soy ese piano con ansias de ser tocado por aquel maravilloso pianista. Soy deseable solo por un momento. Te has quedado mirando aquella foto que encontraste por casualidad, mi piel en blanco y negro te seduce, ¿verdad?  Atontado con las negras  medias de encaje que se ajustan a mis muslos con silicona, fáciles de quitar con sutileza. ¿Qué tiene? Te preguntas. ¿Y tú? ¿Qué tienes? Yo dejaba que me arrancaras las medias para dejarte correr por mis piernas, o correrte entre ellas. Dejaría la ventana abierta para que el sol se impregnase en mi cabello rojizo y darte todo el morbo que necesites, dártelo todo. Todo. La primera vez que vi tu cara no me llamaste la atención. Pero luego. . . uff  luego, qué cojones tenías después que no tenías antes. Ojalá volvamos a cruzarnos y acabemos enredados. Enredarme a ti, en tu cuello, en tu pecho , en tu cintura. En tu cintura. Que bailaría en tu cintura a pesar de que no tengo la mínima idea de bailar, improvisaría con todas mis ganas. Tu única misión es tirar de mi hilo y acercarme unos cuantos centímetros a ti, que una vez vea tu sonrisa sabré que será adecuado dar el paso y comenzar a bailar. 

Si me tocasen como Paterlini toca el piano...

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Placer-es.


Hubo un día en el que me dije a mí misma que  si mi corazón se cansaba le llevase a mis hombros hasta que recuperase el aire.  El problema es que en el lugar en dónde me encontraba no existía el aire.  Por eso suplico por el olor a caramelo de tu boca después de aquella copa de alcohol, el humo que dejaba salir de mis labios para chocar contra tus párpados.  Hasta que acabó el último cigarro del paquete y no quedó más que una copa vacía con hielos derritiéndose, como tu sabor a caramelo.  El platito de aceitunas sin tocar, y la barra del bar pegajosa y brillante. No nos importaba el día en que nos encontramos en aquel bar, y nos miramos sin conocer nuestros ojos, porque queríamos conocerlos. Los tuyos no guardaban secretos. Supe al instante con una mirada lo que querías. Sexo. Sexo en tu cama, en mi cama, en tu coche, en mi ascensor, en aquel lavabo público o en la ducha. Sexo. Y tú supiste que yo quería caramelo derretido y caliente. No quería sexo, tampoco quería amor. Quería placer. Placer dulce en un dulce noviembre. Placer hasta romper costillas, hasta quedarme sin voz. Placer como el que me da aquella emotiva canción pasada de moda que conozco desde que no alcanzo a recordar, placer como el morder un bombón un poquito derretido, y que se me quede un pegotito en el labio inferior. Placer como el calor del sol en una mañana temprana de febrero, placer como la melodía que canta un piano en la sala contigua , placer como la primera vez que alguien te dijo te quiero, placer como aquel día en que la lluvia te acorraló e intimaste con ella hasta enamorarte, placer como cuando te dijeron la frase más bonita acerca de tu personalidad, placer como el momento de meterte en la cama después de una larga y loca noche de fiesta, justo al amanecer, placer como cuando tus padres te sorprendieron con algo que llevabas deseando meses, placer como cuando te encontraste un papel arrugado en la calle y descubriste toda una historia sin principio ni fin de dos adolescentes que se escribían a escondidas en clase, placer como cuando descubriste tu gran talento, placer como cuando fijaste tu sueño. Ese placer. No eso a lo que llamas sexo.
No queda alcohol ni tabaco, y el coche está a la vuelta de la esquina. Asfixiado mi corazón me lo eché a los hombros y esperé a que volviese a sentir su aliento tranquilo en mi nuca. No rechazaré a tal apuesto tipo de barba de tres días y sonrisa torcida, por supuesto que no,  una vez con él, el corazón bajó de un salto de mi espalda desbocado, pero aún así, mientras nos dirigimos a su coche pienso: no busco lo que él llama “un polvo”, ni tampoco enamorarme, si no llegar al orgasmo con las pequeñas oportunidades que me ofrece la vida.


viernes, 9 de noviembre de 2012

El cuarto de baño de Ana.


Un baño. Baldosas de piedra por el suelo y las paredes, una bañera de porcelana  de un color blanco brillante a juego con el lavabo y el váter. Un espacio no muy grande, con un pequeño armario de madera oscura apoyado en una de sus cuatro paredes. Un cuarto de baño. Llamémoslo “El cuarto de baño de Ana”. Ana es una joven, recién estrenada en sus dieciocho, muy centrada en sus estudios y aún con una cabeza loca llena de deseos y despreocupaciones. Pero ¿a quién le importa la vida de Ana? Sin embargo ella, cuando se mira en el espejo de su cuarto de baño piensa. Piensa. Imagina. ¿Qué ha podido ocurrir allí? Dado que sus padres tienen aquella casa desde 1982, han podido ocurrir miles de cosas. Ana recuerda aquella vez, mientras estaba sentada en el váter, con el papel higiénico en la mano, despeinada y recién levantada, cómo descubrió diminutas hormigas rondando por el embaldosado y dio un grito demasiado desagradable a su madre. Hace ocho horas de que ocurriese aquello, su hermana pequeña había mezclado todos los productos cosméticos que había encontrado en una taza de plástico de juguete, de color rojo, importante detalle. Ana, al descubrir que la mitad de los botes estaban más vacíos de lo normal, se agarró un berrinche en el que acabó enfrentada a su madre. Hace cuatro horas de que descubriese la patrulla de hormigas explorando el terreno frío y grisáceo de piedra, se había encerrado en su cuarto llorando debido a las múltiples discusiones con sus padres. Hace cinco días de ello, Ana había descubierto un lunar nuevo en su ingle mientras se depilaba para que a la misma tarde, un chico se presentase en su casa y cansado de la monotonía de la cama se la llevase a la ducha para continuar excitándola y penetrándola empapados de algunos de los productos que en ese momento continuaban en sus botes. Algo parecido ocurrió hace veinte años, entre sus padres, pero eso es algo que Ana no sabe, y seguro no le agradaría saber. Hace treinta, cuando sus padres compraron el piso, compartieron sexo desenfrenado por cada uno de los rincones de su casa gobernada por el eco y apenas amueblada, incluido, el cuarto de baño de Ana.  Un mes después del incidente de las hormigas, Ana cortó con el chico y volvió a encerrarse en su cuarto de baño, a llorar desconsolada apoyada en el rincón frío de la bañera mientras el agua fría camuflaba sus lágrimas. Ana solo tendría que esperar medio año más para conocer a otro chico, que posteriormente también visitaría su casa y haría sus necesidades en su baño. Al terminar de lavarse las manos, cotilleó el armario de Ana, analizando hasta el cepillo de madera del pelo. Esto Ana no lo supo jamás. Supongo que todos lo habremos hecho alguna vez, incluso sin intención de fisgonear. Hace cinco años de esto, Ana intentaba maquillarse para una fiesta en sus trece años. Sinceramente, quedó horrible y dejó el lavabo como un cuadro de Picasso, a juego con su cara. Tres años después se alisaría el cabello con una plancha mientras su mejor amiga se embadurnaba de espuma sus elegantes rizos. Un par de años después recordaría lo que se rieron encerradas en su cuarto de baño, pues dejaron de ser amigas. Diez años después, Ana, ya independizada, visitaría a sus padres y descubriría una nueva reforma en el baño. Otros diecisiete años después, su hija menor se quedaría encajada en el orinal y acabaría llorando gritando con todas sus fuerzas pidiendo socorro a su madre. Muchos años después, aquella casa no sería de Ana, sería de Fernando, un joven treintañero que vivirá con su Golden Retriever  solos, cambiando el sentimiento de Ana y volviéndose a reproducir muchas de las secuencias nombras, pero en distinta situación y con distintos protagonistas. A los tres años de que Ana encontrase las hormigas, descubrió a su vecino cantando en unos tonos altibajos incontrolados al otro lado de la pared. Retrocediendo a su niñez, Ana y su padre se encerrarían en el baño para dejar suelto a un hámster sin que se escapase, jugando con él, Ana riendo con seis años feliz entre los brazos de su padre.  Once años después, Ana se quedaría sola en casa y se daría un baño caliente de sales minerales mientras se fuma un porro de marihuana escuchando su canción preferida. Ocho años después, antes de que Ana se enjuagase el cabello metida en la ducha, recibiría una llamada urgente y con la prisa se resbalaría dándose un fuerte golpe en la cabeza que le causaría un importante traumatismo.  Unos días después, saldría del hospital sana y salva y durante el resto de sus días en aquella casa, utilizaría una alfombrita de plástico para no volver a resbalarse. Siete años antes de que su hermana mezclara sus potingues, Ana lavaría a su pequeño perro de dos años, mientras él trataba de liberarse de la tortura del jabón.  Quince años después, Ana se masturbaría pensando en su jefe de trabajo apoyada en la puerta, de frente a su espejo, hasta llegar al orgasmo. Ana murió, dejando cada uno de sus momentos en aquel baño olvidados en el pasado. Nadie se acuerda de tantas cosas, ni si quiera Ana. Y es una pena. Cuántas escenas reales damos por inexistentes una vez olvidadas… Realmente Ana, cuando se miró en el espejo al comienzo de esta pequeña historia, solo quería reventarse una espinilla que le había salido en la barbilla. El cuarto de baño de Ana desapareció en el año 2094, cuando decidieron demoler el edificio para construir uno mucho más moderno. Adiós, cuarto de baño de Ana.