Un baño. Baldosas de piedra por el suelo y las paredes, una
bañera de porcelana de un color blanco
brillante a juego con el lavabo y el váter. Un espacio no muy grande, con un
pequeño armario de madera oscura apoyado en una de sus cuatro paredes. Un
cuarto de baño. Llamémoslo “El cuarto de baño de Ana”. Ana es una joven, recién
estrenada en sus dieciocho, muy centrada en sus estudios y aún con una cabeza
loca llena de deseos y despreocupaciones. Pero ¿a quién le importa la vida de
Ana? Sin embargo ella, cuando se mira en el espejo de su cuarto de baño piensa.
Piensa. Imagina. ¿Qué ha podido ocurrir allí? Dado que sus padres tienen
aquella casa desde 1982, han podido ocurrir miles de cosas. Ana recuerda
aquella vez, mientras estaba sentada en el váter, con el papel higiénico en la
mano, despeinada y recién levantada, cómo descubrió diminutas hormigas rondando
por el embaldosado y dio un grito demasiado desagradable a su madre. Hace ocho
horas de que ocurriese aquello, su hermana pequeña había mezclado todos los
productos cosméticos que había encontrado en una taza de plástico de juguete,
de color rojo, importante detalle. Ana, al descubrir que la mitad de los botes
estaban más vacíos de lo normal, se agarró un berrinche en el que acabó
enfrentada a su madre. Hace cuatro horas de que descubriese la patrulla de
hormigas explorando el terreno frío y grisáceo de piedra, se había encerrado en
su cuarto llorando debido a las múltiples discusiones con sus padres. Hace
cinco días de ello, Ana había descubierto un lunar nuevo en su ingle mientras
se depilaba para que a la misma tarde, un chico se presentase en su casa y
cansado de la monotonía de la cama se la llevase a la ducha para continuar
excitándola y penetrándola empapados de algunos de los productos que en ese
momento continuaban en sus botes. Algo parecido ocurrió hace veinte años, entre
sus padres, pero eso es algo que Ana no sabe, y seguro no le agradaría saber.
Hace treinta, cuando sus padres compraron el piso, compartieron sexo
desenfrenado por cada uno de los rincones de su casa gobernada por el eco y
apenas amueblada, incluido, el cuarto de baño de Ana. Un mes después del incidente de las hormigas,
Ana cortó con el chico y volvió a encerrarse en su cuarto de baño, a llorar
desconsolada apoyada en el rincón frío de la bañera mientras el agua fría
camuflaba sus lágrimas. Ana solo tendría que esperar medio año más para conocer
a otro chico, que posteriormente también visitaría su casa y haría sus
necesidades en su baño. Al terminar de lavarse las manos, cotilleó el armario
de Ana, analizando hasta el cepillo de madera del pelo. Esto Ana no lo supo
jamás. Supongo que todos lo habremos hecho alguna vez, incluso sin intención de
fisgonear. Hace cinco años de esto, Ana intentaba maquillarse para una fiesta
en sus trece años. Sinceramente, quedó horrible y dejó el lavabo como un cuadro
de Picasso, a juego con su cara. Tres años después se alisaría el cabello con
una plancha mientras su mejor amiga se embadurnaba de espuma sus elegantes
rizos. Un par de años después recordaría lo que se rieron encerradas en su
cuarto de baño, pues dejaron de ser amigas. Diez años después, Ana, ya independizada,
visitaría a sus padres y descubriría una nueva reforma en el baño. Otros
diecisiete años después, su hija menor se quedaría encajada en el orinal y
acabaría llorando gritando con todas sus fuerzas pidiendo socorro a su madre.
Muchos años después, aquella casa no sería de Ana, sería de Fernando, un joven
treintañero que vivirá con su Golden Retriever solos, cambiando el sentimiento de Ana y
volviéndose a reproducir muchas de las secuencias nombras, pero en distinta
situación y con distintos protagonistas. A los tres años de que Ana encontrase
las hormigas, descubrió a su vecino cantando en unos tonos altibajos incontrolados
al otro lado de la pared. Retrocediendo a su niñez, Ana y su padre se
encerrarían en el baño para dejar suelto a un hámster sin que se escapase,
jugando con él, Ana riendo con seis años feliz entre los brazos de su
padre. Once años después, Ana se
quedaría sola en casa y se daría un baño caliente de sales minerales mientras
se fuma un porro de marihuana escuchando su canción preferida. Ocho años
después, antes de que Ana se enjuagase el cabello metida en la ducha, recibiría
una llamada urgente y con la prisa se resbalaría dándose un fuerte golpe en la
cabeza que le causaría un importante traumatismo. Unos días después, saldría del hospital sana
y salva y durante el resto de sus días en aquella casa, utilizaría una
alfombrita de plástico para no volver a resbalarse. Siete años antes de que su
hermana mezclara sus potingues, Ana lavaría a su pequeño perro de dos años,
mientras él trataba de liberarse de la tortura del jabón. Quince años después, Ana se masturbaría
pensando en su jefe de trabajo apoyada en la puerta, de frente a su espejo,
hasta llegar al orgasmo. Ana murió, dejando cada uno de sus momentos en aquel
baño olvidados en el pasado. Nadie se acuerda de tantas cosas, ni si quiera
Ana. Y es una pena. Cuántas escenas reales damos por inexistentes una vez
olvidadas… Realmente Ana, cuando se miró en el espejo al comienzo de esta
pequeña historia, solo quería reventarse una espinilla que le había salido en
la barbilla. El cuarto de baño de Ana desapareció en el año 2094, cuando
decidieron demoler el edificio para construir uno mucho más moderno. Adiós,
cuarto de baño de Ana.